EL MUNDO HISPÁNICO Y LA REVOLUCIÓN DEL CONSUMO

Rafael Dobado (Universidad Complutense de Madrid), 24 de octubre de 2014.

La Revolución del Consumo novohispana seguramente no alcanzó las dimensiones de la británica o tener sus consecuencias en términos de Revolución Industriosa y Revolución Industrial, entre otras razones porque Nueva España contaba con una población más pequeña y una economía menos dinámica. No obstante, la generalización del consumo de “nuevos” -desde la perspectiva europea- bienes entre los novohispanos está bien constatada desde el siglo XVI.

En una entrada anterior a este blog (“Globalización y Gran Divergencia”) introduje la hipótesis de que la Revolución del Consumo de la Edad Moderna bien pudo haber comenzado en el mundo hispánico y no en el europeo occidental (Holanda y, especialmente, Gran Bretaña) como suele establecerse casi como axioma en una abundante literatura anglosajona. El locus principal de esa Revolución del Consumo, inseparable de la globalización “soft” surgida de la expansión ultramarina europea que se inició desde la Península Ibérica, sería Nueva España. Otros territorios (Macao, Perú, Filipinas, Brasil, España, Portugal, etc.) de las monarquías hispánica y lusa tuvieron papeles importantes en la globalización que precedió a la Revolución del Consumo, pero seguramente no tanto como el de Nueva España.

Esta Revolución del Consumo novohispana seguramente no alcanzó las dimensiones de la británica o tener sus consecuencias en términos de Revolución Industriosa y Revolución Industrial, entre otras razones porque Nueva España contaba con una población más pequeña y una economía menos dinámica. No obstante, la generalización del consumo de “nuevos” -desde la perspectiva europea- bienes entre los novohispanos está bien constatada desde el siglo XVI. Algunos eran autóctonos o de relativamente fácil acceso tras la Conquista del imperio Mexica (chocolate, tabaco y azúcar). Otros son un conspicuo resultado de la globalización “soft”, pues llegaban desde Asia a Acapulco, vía Manila, en el Galeón de Manila (textiles de seda y algodón, loza, especies, etc.). Esta ruta comercial se mantuvo abierta durante dos siglos y medio. Fue inaugurada en 1565, cuando Fray Andrés de Urdaneta encontró el derrotero que hizo posible el “tornaviaje” entre Filipinas y Nueva España. Esta proeza naval de la Edad Moderna –la distancia recorrida se acercaba a los 15.000 kilómetros y sólo se tocaba tierra al llegar a California- perduró ininterrumpidamente hasta 1815. Con algunas excepciones debidas principalmente a problemas organizativos o naufragios, uno, por lo general, o dos galeones al año transportaban entre Manila y Acapulco productos asiáticos de variada índole y procedencia. Manila fue “fundada” en 1571 por López de Legazpi. Enseguida se convirtió en el centro comercial que, por primera vez en la historia de la humanidad, puso en contacto el Extremo Oriente con América. Éste sería, para Flynn y Girádez (2004), el acto fundacional de la globalización ”soft”, ya que nunca antes las grandes masas de tierra de nuestro planeta habían estado en contacto –tanto comercial y monetario como también de otros tipos (tecnológico, artístico, demográfico, etc.)- permanente. No tardó Manila en contar con un nutrido “barrio chino” extramuros (Parián) y en ser visitada por barcos provenientes de China y otros puertos asiáticos. A la numerosa población de “sangleyes” residentes en el Parían (más de 5.000 hacia 1580) se sumó la japonesa, que habitaba en un suburbio llamado Dilao. En 1624, ascendían a unos 3.000.

Portugal había precedido a España en el contacto con China y Japón: 1513 fue el año en que el primer barco portugués arribó a Cantón; en 1542 o 1543, dependiendo de las fuentes, el navegante portugués Fernán Méndez Pinto llegó a Japón; el establecimiento portugués en Macao data de 1557. No es extraño, pues, que desde poco después del primer contacto portugués con China, objetos de porcelana como el que se muestra en la Ilustración 1 comenzasen a llegar a Portugal. Ni que, como relata Finlay (1998), a su entrada en Lisboa en 1619, Felipe III pasase bajo un arco triunfal levantado por el gremio de ceramistas que mostraba “carracas” –barco de carga portugués que protagonizó el comercio luso con Asia- descargando porcelana china en el puerto de la ciudad que recibía al rey de hispano-luso.

Ilustración 2. Jarra china para el mercado portugués, c. 1520.  Heilbrunn Timeline of Art History. New York: The Metropolitan Museum of Art, 2000–.  http://www.metmuseum.org/toah/works-of-art/61.196 (October 2006)

Ilustración 2.
Jarra china para el mercado portugués, c. 1520.
Heilbrunn Timeline of Art History. New York: The Metropolitan Museum of Art, 2000–.
http://www.metmuseum.org/toah/works-of-art/61.196
(October 2006)

Es probablemente en 1580-1640 cuando la “mundialización ibérica” de Gruzinski (2010) alcanzó su apogeo en la capital del Virreinato de Nueva España: “Esta nueva geografía que ubica a la ciudad de México en la línea divisoria del mundo es portadora de riquezas infinitas.”(Gruzinski, 2010, p.124)

Fue bien entrado el siglo XVII cuando otra potencias europeas comenzaron (primero Holanda y después Inglaterra y Francia) a adquirir directamente especies y manufacturas asiáticas. Mientras que la presencia portuguesa en Asia experimentó un acusado retroceso desde comienzos del siglo XVII, la española resistió hasta bien entrado el XVIII, cuando el Pacífico comenzó a dejar de ser el “lago español”.

Una anécdota resulta ilustrativa acerca del liderazgo ibérico en la difusión por Occidente del gusto por lo oriental que caracterizaría la Europa moderna y, en particular, al siglo XVIII, cuando las “chinoiseries” y la “porzelanzimmer” alcanzasen su máximo esplendor. El término holandés “kraak” con el que es conocida la porcelana “azul cobalto y blanca” fabricada en China para la exportación hasta mediados del siglo XVII (finales de dinastía Ming) podría provenir –no hay consenso definitivo al respecto- de la ya antes mencionada acepción “carraca”. La primera llegada masiva de porcelana china a Holanda y su popularización fue el resultado de un acto de piratería: la subasta del cargamento del Santiago, buque portugués capturado en 1603 en la isla de Santa Elena. Algo más tarde, inspirada en los exitosos diseños chinos de exportación, la mayólica, que no porcelana, de Delf tendría un notable éxito en la Europa noroccidental entre mediados de los siglos XVII y XVIII. No obstante, ya en 1586, Juan de Mendoza describía la porcelana china y mencionaba los mercados a los que era habitualmente exportada: Portugal, Perú, Nueva España y “otras partes del mundo”. (Murphy-Gnatz, 2010).

Probablemente menos conocido es el hecho de que, en Nueva España, la mayólica de Puebla de los Ángeles –conocida como “talavera poblana” por la influencia española- refleja ya desde la segunda mitad del siglo XVII la influencia de la porcelana china de exportación en técnicas, motivos ornamentales y formas –véase Ilustración 2.

Ilustración 2. Tibor de Puebla de los Ángeles, probablemente del siglo XVIII Heilbrunn Timeline of Art History . New York: The Metropolitan Museum of Art, 2000–.  http://www.metmuseum.org/toah/works-of-art/11.87.36.  (October 2006)

Ilustración 2.
Tibor de Puebla de los Ángeles, probablemente del siglo XVIII
Heilbrunn Timeline of Art History . New York: The Metropolitan Museum of Art, 2000–.
http://www.metmuseum.org/toah/works-of-art/11.87.36.
(October 2006)

A comienzos del siglo XVII, la variada influencia del arte nambam japonés, surgido del contacto con los “bárbaros del sur” (portugueses, primero y especialmente, y, más tarde, españoles) había logrado influir en Nueva España, dando lugar a una de las formas artísticas más originales y expresivas del mundo virreinal: el biombo, una de cuyas manifestaciones más sincréticas se muestra en la Ilustración 3. Rasgos culturales “peninsulares” (los personajes vestidos a la europea) se mezclan con otros “pre-hispánicos” (productores y bebedores de pulque, voladores de Papantla, cofradías guerreras mexicas, etc.), que parecen dominar la escena, en una anticipación del protonacionalismo mexicano de la segunda mitad del siglo XVIII.

Ilustración 3. "El palo volador", México, 1650-1700. Fotografía de Joaquín Otero. Museo de América de Madrid.

Ilustración 3.
«El palo volador», México, 1650-1700. Fotografía de Joaquín Otero.
Museo de América de Madrid.

La Historia del Arte novohispano ha revelado algunas manifestaciones sorprendentes de la coexistencia entre influencias tan aparentemente dispares como las que encuentra Curiel (2012) en la iglesia de San Jerónimo Tlacochahuaya (c. 1735):

“Junto a un mar de tupidas flores de estirpe indígena conviven en igualdad de circunstancias, sin estorbarse ni molestarse entre sí, enormes tibores chinos, al lado de grandiosos floreros europeos de evidentes resabios flamencos, todo pintado por diestras manos indígenas de oficio depurado. América, Europa y Asia bajo un mismo cobijo en una pequeña iglesia de los Valles Centrales de Oaxaca.”  (Curiel, 2012, p. 324).

Pero desplacémonos del Arte –aunque de consumo popular cotidiano en forma de servicios religiosos por lo que a este caso se refiere- a la Historia Económica. Gash-Tomás (2014) ha utilizado inventarios post-mortem para estudiar el consumo de bienes asiáticos (seda china, porcelana, muebles japoneses, abanicos, etc.) por parte de las élites de Sevilla y Ciudad de México entre 1571 y 1630. Hacia el final de ese período, junto a la aristocracia, presente desde el comienzo, aparecen también otros grupos sociales. Éstos contribuyeron a una cierta “democratización”, si bien limitada, del consumo de bienes asiáticos, que también se extendió a otras ciudades del Reino de Castilla.

Fernández de Pinedo (2012) registra productos americanos (cacao de Caracas y azúcar cubano, a los que debería añadirse el tabaco) y asiáticos (porcelana y otra cerámica, abanicos, cajas de ébano, etc.) en el consumo de las clases medias y altas madrileñas de la primera mitad del siglo XVIII. Se habría dado probablemente ya un paso más en la “democratización” del consumo de bienes ultramarinos.

Por lo que respecta a Ciudad de México, la mayoría de las mercancías asiáticas llegadas desde Acapulco se exponían en su plaza central. Parte de ellas encontraba como destino otras ciudades novohispanas. Algunas llegaban a España desde Veracruz. Legal o ilegalmente, según los períodos, no pocas se difundían por el resto de la América española.

La Plaza Mayor de la Ciudad de México albergó el Parían, del tagalo parian (mercado chino según la RAE) –véase Ilustración 4.

Plaza Mayor de Ciudad de México, México c. 1695-1700,  Cristóbal de Villalpando. Tomado de Leibsohn (2013, p. 14).

Ilustración 4. Plaza Mayor de Ciudad de México, México c. 1695-1700,
Cristóbal de Villalpando.
Tomado de Leibsohn (2013, p. 14).

Se trataba de un conjunto de establecimientos comerciales –unos 180 a comienzos del siglo XIX (Anna, 1972)- dentro de un recinto cerrado de una magnitud considerable –casi 13.000 varas cuadradas- al que se accedía a través de ocho puertas. Todavía a comienzos de la década de 1820, cuando el Galeón de Manila había dejado de existir, el Parían constituía la más valiosa propiedad inmueble municipal de la Ciudad de México (Anna, 1972).

La crónica de Viera (Breve compendiosa narración de la ciudad de México, de 1777) califica al Parián de “teatro de las maravillas”, pues en él se mostraban “los más variados objetos del Oriente, libros, ropa fina, biombos, camas, espejos, joyas, abanicos, cristalería, cerámica y otros lujos.”(Rubial, 2008, p. 418). Esta idea de abundancia, basada en el acceso a una plétora de productos europeos y asiáticos, se encuentra ya presente en las Mémoires du Mexique del viajero francés Monségur, que vieron la luz en 1709.

Ahora bien, ¿accedían al consumo de “nuevos bienes”, semejantes a los que protagonizaron la Revolución del Consumo en la Europa noroccidental grupos sociales no pertenecientes a las élites? Por lo que se refiere a los producidos en América, como el chocolate, el azúcar o el tabaco, abundan datos que sugieren un consumo extendido de ellos más allá de las minorías privilegiadas (Dobado y García, 2014; Dobado, 2015). Respecto a los de procedencia oriental, la conclusión es menos indiscutible, pero parece que acabaron siendo consumidos por “sectores medios” de la sociedad novohispana.

Al Parián acudía no sólo la élite en busca de productos de lujo:

“In the Plaza Mayor, the mercantile heart of the Spanish empire, an outdoor marketplace of stalls and small shops called the Parián (named after the Chinese emporium in Manila) satisfied the exotic demands of elites and commoners alike.” (Slack, 2009, p. 42.)

Una pintura anónima del siglo XVIII, titulada Calidades de las personas que habitan en la ciudad de México, nos muestra un Parián que acoge personajes y transacciones que no pueden ser adscritos en exclusiva a la élite –véase Ilustración 5.

Ilustración 5. Calidades de las personas que habitan en la ciudad de México

Ilustración 5.
Calidades de las personas que habitan en la ciudad de México

Interesante como es, la interpretación de textos e imágenes puede ser objetable. Menos dudoso resulta el análisis de la documentación cuantitativa del Galeón de Manila. De ella se deduce que los precios de buen número de bienes asiáticos, pese al substancial incremento que sufrían tras cada etapa del largo trayecto que separaba al productor chino o hindú del consumidor final novohispano, no eran prohibitivos (Yuste, 1995; Dobado, 2014). Ello se debía a la baratura en origen de algunas manufacturas y a la flexibilidad de una producción capaz de adaptarse a diferentes capacidades adquisitivas. Al menos con seguridad en las últimas décadas del período virreinal, algo muy parecido a una Revolución del Consumo estaba en marcha:

“Creo que dentro de Nueva España y sobre todo en la segunda mitas del siglo XVIII, el comercio transpacífico modificó el carácter de sus cargamentos: de artículos suntuarios y textiles muy lujosos y caros, a textiles baratos y artículos de uso corriente en la colonia, lo que propició que las mercancías que introducía el galeón fueran accesibles para la población media e incluso pobre.” (Yuste, 1995, p. 240).

Incluso si la Revolución del Consumo en Nueva España no puede asociarse a una Revolución Industriosa a gran escala, aun tendría sentido la hipótesis de que población rural y urbana de las zonas más integradas en los circuitos comerciales pudieron sentirse inclinados durante el siglo XVIII a incrementar el esfuerzo laboral de las unidades familiares en respuesta a más poderosos estímulos al consumo. En cualquier caso, el consumidor novohispano se benefició desde pronto de algunas de las ganancias de bienestar que se atribuyen al consumo de “bienes coloniales” por la población inglesa (Hersh y Voth, 2011).

BIBLIOGRAFÍA

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CURIEL, G. (2012): ”Lenguajes artísticos transcontinentales en objetos suntuario de uso cotidiano: el caso de la Nueva España”, DOBADO, R. y CALDERÓN, A. (coords.): Pinturas de los Reinos. Identidades compartidas en el mundo hispánico. Miradas varias, siglos XVI-XIX (pp. 312-324), México: Fomento Cultural Banamex.
DOBADO, R. (2014): “La globalización hispana del comercio y el arte en la Edad Moderna”, Estudios de Economía Aplicada, 32, 1, pp. 13-42.
DOBADO, R. (2015): “Pre-Independence Spanish Americans: Poor, short and unequal… or the Opposite?, Revista de Historia Económica/Journal of Iberian and Latin American Economic History.
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HERSH, J. y VOTH, J. (2011): “Sweet Diversity: Colonial Goods and the Welfare Gains from Trade after 1492”, Economics Working Papers 1163, Department of Economics and Business, Universidad Pompeu Fabra.
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MURPHY-GNATZ, M. (2010): “The Porcelain Trade”, https://www.lib.umn.edu/bell/tradeproducts/porcelain
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SLACK, E.R. (2009): “The Chinos in New Spain: A Corrective Lens for a Distorted Image”, Journal of World History, 20, 1: pp. 35-67.
YUSTE, C. (1995): “Los precios de las mercancías asiáticas en el siglo XVII”, GARCÍA, V. (coord.): Los precios de alimentos y manufacturas novohispanos (pp. 231-264), México DF, México.

 

Una “herencia colonial” no tan mala: salarios, estaturas y desigualdad en la América española a fines del período virreinal

Rafael Dobado (Universidad Complutense de Madrid), 23 de abril de 2013.

Goza de amplia aceptación la idea de que el lento crecimiento y la gran desigualdad han sido los dos principales problemas del desarrollo económico de Hispanoamérica durante los siglos XIX y XX. También es popular la idea de que ambos problemas constituyen una parte esencial de la herencia colonial española. Esa supuesta herencia colonial es frecuentemente señalada tanto en la prensa popular como en libros y artículos especializados o declaraciones políticas- como una maldición sobre la historia económica, y no sólo, de esa parte del mundo. Sin embargo, sorprendentemente, el fundamento cuantitativo de esa interpretación es más bien limitado, por no decir inexistente, al menos en algunas de sus versiones menos ilustradas. A este respecto, mientras que abundan los supuestos, escasean los datos numéricos. Por esta razón, algunas preguntas relevantes necesitan respuestas bien fundadas cuantitativamente: ¿cómo eran realmente los niveles de vida durante el período virreinal? ¿era la desigualdad tan grande como se suele dar por descontado?     

En 2004-2008, el crecimiento económico en Iberoamérica alcanzó tasas que era desconocidas desde la década de 1970. La recuperación de la crisis internacional ha sido inusualmente rápida y sólida. El crecimiento reaparece en 2010-2012. La reducción reciente de la pobreza ha sido substancial, pues ha permitido que, entre 1990 y 2010, su incidencia se haya reducido desde casi un 50% a menos del 33%. El retroceso de la indigencia ha sido aun mayor.

         La desigualdad también ha disminuido. Después de crecer durante la década de 1990, su evolución posterior contrasta con la de la mayor parte de los BRICS: en doce de diecisiete casos, la reducción media anual del coeficiente de Gini entre 2000 y 2007 ha sido del 1,1 puntos porcentuales se ha reducido (López-Calva and Lustig, 2010).

         Durante los años de crecimiento lento y desigualdad en aumento, la “herencia colonial” era el malo de la película. Sigue siéndolo en los de crecimiento rápido y mayor igualdad.

         En su versión más influyente, la “herencia colonial” consistiría en instituciones ineficientes, extractivas o jerárquicas que inhibían el crecimiento y promovían la desigualdad tanto antes como después de la independencia (North, 1990; Engerman and Sokoloff, 1997, 2002, 2005; North et al., 2000; Acemoglu et al., 2002; Coatsworth, 2006).

         Sin embargo, pese a su popularidad, la evidencia empírica en apoyo de esta visión de la “herencia colonial” es escasa o inexistente. Por ello, resulta interesante el estudio de los niveles de vida (económicos y biológicos) en la América de fines del período virreinal desde una perspectiva internacional comparada. Esta investigación, en contraposición a los supuestos, que no conclusiones, habituales, muestra que: a) ni los salarios eran tan bajos ni las estaturas tan cortas como muchos esperarían (Dobado y Garcia, 2009, 2012); y b) la desigualdad era también más baja que la que no pocos atribuirían a priori (Dobado y Garcia, 2010).

Entre 1800 y 1820, los trabajadores no cualificados de diversos sectores productivos y lugares de la América española disfrutaban de niveles de vida medios o altos, si se miden por la capacidad de compra de los salarios en términos de grano, carne y azúcar. Eran más altos que en muchas partes del mundo, incluyendo Asia y algunos países europeos, pero no, coincidiendo en ello con Allen et al. (2012), que en los EEUU. También se observan, al igual que apuntan Arroyo et al. (2012), diferencias de alguna importancia entre unos y otros virreinatos y actividades económicas.

Gráfico 1: Salarios en grano, carne y azúcar (kilos por día) hacia 1800.

Legenda: (1) urbano; (2) rural; (3) no especificado; (4) “tierras bajas”; (5) “tierras altas”; (6) minería. Fuente y método: Véase Dobado y García, 2012.

Legenda: (1) urbano; (2) rural; (3) no especificado; (4) “tierras bajas”; (5) “tierras altas”; (6) minería.
Fuente y método: Véase Dobado y García, 2012.

         Si atendemos a los niveles de vida biológicos, resulta que, en las décadas centrales del siglo XVIII, las estaturas en algunas regiones novohispanas y venezolanas –por no mencionar la rioplatense- eran similares a las europeas. Los varones de la Nueva España suroriental eran claramente más bajos, pero no tanto como para que no se encuentren estaturas semejantes en partes de Europa por entonces y más tarde. Al igual que en los EEUU o Gran Bretaña existías diferencia sociales en las estaturas. Sin embargo, estas no parecen ser mayores que en estos dos países y tendieron a decrecer entre las décadas de 1730 o 1740 y la de 1760.

         La comparación internacional de salarios reales y estaturas contrasta con la imagen resultante de las estimaciones de producto per capita disponibles para fines del período virreinal (Coatsworth, 2008; Maddison, 2009). Las diferencias de producto exceden a las de niveles de vida. Incluso si Dobado y García sobrevalúan en alguna medida los niveles de vida, la falta de correspondencia entre el primero y los segundos deberían ser explicadas. Es probable que la causa, como se sostiene en Dobado y García (2009) y apuntan posteriormente Arroyo et al (2012), se deba a la necesidad de revisar al alza las estimaciones del producto, al menos para algunos territorios americanos (por ejemplo, particularmente, Nueva España).

         Limitada y mejorable como es, estos nuevos datos sobre salarios reales y estaturas suponen un reto para algunas ideas convencionales acerca de los efectos económicos de largo plazo de la “herencia colonial”. La persistencia secular de una desigualdad intensa no resulta confirmada por la exploración preliminar de la desigualdad internacional comparada hacia 1820 basada en el “Índice de Williamson”.

Gráfico 2: Ratios del PIB per capita en 1820 a los salarios en grano en 1800-1820.

Fuente y método: Véase Dobado y García, 2010.

Fuente y método: Véase Dobado y García, 2010.

         Curiosamente, algunos países de la América española resultarían antes poco desiguales que lo contario. Por su parte, ni Coatworth (2008) ni Williamson (2009) encuentran nada excepcional en la desigualdad durante el período virreinal.

         Si la imagen revisionista de los niveles de vida y la desigualdad no es refutada por nuevas investigaciones bien fundamentadas cuantitativamente, surge una pregunta. ¿Hasta que punto es compatible esta imagen con la del neoinstitucionalismo? Ciertamente, junto a la esclavitud, otras instituciones extractivas (mita, encomienda, repartimientos, etc.) y desiguales existieron, como habían existido en el período prehispánico. No obstante, ni fueron ubicuas ni permanentes. Muy al contrario, tendieron a ser substituidas total o parcialmente en casi todas las actividades productivas por un mercado de trabajo asalariado que no dejo de crecer desde comienzos del siglos XVI y que antes no existía en América. Circa 1800, las instituciones extractivas distaban de ser mayoritarias o incluso más comunes que el trabajo asalariado. Un ejemplo de ello lo constituye la minería andina, ese supuesto epítome de la extracción colonial. Por otra parte, algunas de esas instituciones que perduraron frecuentemente combinaban salarios –no siempre bajos- con compulsión (por ejemplo, en Potosí). Es más, ya a fines del siglo XVI, “private labor markets” se habían convertido en “the principal mechanism to allocate indigenous labor to Spanish enterprise” (Coatsworth, 2006, p. 264). Se olvida muy frecuentemente que “instituciones de propiedad privada”, tales como los mercados de factores (tierra, trabajo y capital), sólo hicieron su aparición tras la Conquista.

         En cualquier caso, las instituciones tardovirreinales podrían ser  relativamente ineficientes si se comparan con las otras areas más desarrolladas  del mundo (North, 1990; Coatsworth, 2006). Ello no impidió  que partes de la América española experimentasen un crecimiento económico genuino en el siglo XVIII.  Una alta ratio tierra/trabajo y políticas más favorables a la especialización y la integración de los mercados podrían explicar simultáneamente los altos niveles de vida y el crecimiento económico –aunque lento, como era la norma internacional por entonces-  de algunos territorios antes de la independencia.

         Las implicaciones para el debate sobre la Gran Divergencia podrían no carecer de interés. Si, a comienzos del siglo XIX, los niveles de vida eran semejantes a los de algunos países occidentales, o incluso mejores, por no mencionar a Asia, éste dejó claramente de ser el caso entre 1820 y 1870. Así, la pregunta acerca de cuándo ocurrió la Gran Divergencia con el Oeste podría ser respondida con algo de certeza: no en el período virreinal sino después.

         En resumen, los duraderos problemas económicos de Iberoamérica –algunos de los cuales, afortunadamente, parecen estar aliviándose- podrían no estar tan profundamente enraizados en el período virreinal como muchos economistas e historiadores económicos, así como políticos y gente corriente, tienden a pensar. Necesitamos mucha más investigación cuantitativa sobre la Edad Moderna. Al mismo tiempo, en su búsqueda de explicaciones, quienes se preocupan por la suerte de esos 175 millones de seres humanos que viven todavía en la pobreza en esa parte del mundo y por la elevada desigualdad de la distribución de la renta (un Gini de 0,5 hacia 2010) deberían disminuir un tanto la “culpabilidad” atribuida al período virreinal y examinar más detenidamente la que corresponde a momentos posteriores de la historia. Que la segunda es un resultado estricto y exclusivo de la primera, sea cual sea, es algo a demostrar, no a dar por sentado.

 BIBLIOGRAFÍA

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De instituciones, herencias coloniales y desarrollo económico

Rafael Dobado (Universidad Complutense de Madrid), 12 de septiembre de 2012.

Como Acemoglu y Johnson aseveran en Why Nations Fail, las instituciones cuentan -y nucho- pero, en Iberoamérica, no siempre fueron cómo ellos creen y experimentaron cambios que son pasados por alto.

El pensamiento neoinstitucionalista viene ejerciendo una creciente influencia entre los historiadores económicos. Ello resulta especialmente evidente en el caso de los profesores del MIT y Harvard, respectivamente, Acemoglu y Robinson. Así lo sugiere al menos su destacada presencia en los dos últimos congresos de la IEHA. En la sesión inaugural del de Utrecht, la Fortis Lecture (“The historical roots of poverty”) corrió a cargo del profesor Acemoglu. En el de Stellenbosch, han sido tres las intervenciones del profesor Robinson: en la ceremonia de apertura; en la sesión dedicada a nuevos libros (entre ellos Why Nations Fail, Crown Business, 2012, cuya autoría comparte con Acemoglu); y en la sesión de clausura, en la que debatió con el profesor Austin, un reconocido especialista en historia económica de África del Graduate Institute de Ginebra, acerca de las causas del atraso de ese continente.

La publicación de Why Nations Fail ha sido saludada por eminentes economistas, entre ellos varios ganadores del Premio Nobel, e historiadores, económicos o no, y parece destinado a convertirse en un gran éxito editorial que acrecentará el ya enorme prestigio de sus autores. Se trata de -algo que los historiadores económicos de lengua española deberíamos hacer con más frecuencia- una obra dirigida a un público no necesariamente especializado y de fácil lectura. En ella, básicamente se defiende que las instituciones cuentan para explicar el fracaso, económico y no sólo, de las naciones. Esas instituciones que cuentan son principalmente las políticas, que precederían causalmente y temporalmente a las económicas en el establecimiento de unas reglas del juego “inclusivas” –por oposición a “extractivas”- que son las que conducen al éxito. Lo contrario ocurriría con el segundo tipo de instituciones. La geografía, la cultura o la ignorancia de los dirigentes políticos no tendrían ningún papel en la explicación “última” de la desigual distribución de la renta entre países. Se diría que las explicaciones “próximas” –de las que habla Peer Vries en un recomendable comentario a esta misma obra- tampoco lo tienen.

La recepción del neoinstitucionalismo entre los historiadores económicos –también los economistas- interesados en Iberoamérica ha sido bastante favorable. Se me ocurren por varias razones para ello.

Una es lo mucho que se refieren, aunque frecuentemente de pasada, a Iberoamérica. Esta parte del mundo está siempre presente, si bien muchas veces de forma puramente instrumental, en la obra de estos dos autores, a dúo o acompañados por Johnson, también profesor del MIT, o por otros colaboradores.


Además, el neoinstitucionalismo ha tenido ilustres precedentes. Por citar sólo algunos: el profesor Coatsworth lleva ya algún tiempo llamando la atención sobre los aspectos institucionales de la economía virreinal mexicana, en particular, y de la iberoamericana, en general; los profesores Engerman y Sokoloff anticiparon a fines de la década de 1990, si bien de manera más descriptiva y particularizada al caso americano, algunos de los elementos fundamentales (influencia de la dotación de factores sobre la configuración institucional, énfasis en la capacidad explicativa de la desigualdad, persistencia secular de la influencia institucional, etc.) del finalmente más exitoso neoinstitucionalismo “a la Acemoglu y Robinson”. En realidad, la última obra de Engerman y Sokoloff, Economic Development in the Americas since 1500 (Cambridge University Press, 2012), tiene incluso mayor interés que la de Acemoglu y Robinson para los especialistas en Iberoamérica.

En tercer lugar, el éxito entre académicos y otros especialistas (Banco Mundial a mediados de los 2000, en particular) de la obra de Acemoglu y Robinson ha conferido un renovado prestigio a aspectos no menores del pensamiento “dependentista”, tan influyente académica y políticamente en Iberoamérica tiempo atrás y que, en versiones más o menos revisadas, parece reverdecer actualmente.

Está fuera de toda duda que la extensa y variada obra de Acemoglu y Robinson constituye, por poderosas y diversas razones que no puedo detallar aquí, un estimulante reto intelectual. Sin embargo,  un tratamiento impresionista de muchos ejemplos históricos y la ausencia de evidencia empírica detrás de muchas proposiciones -que no siempre son verificables, por otra parte- reducen el interés de un libro que no peca de concisión y sí, tal vez, de militancia en defensa de una hipótesis mono-causal en la explicación “última” del fracaso de las naciones.

En cuanto a Iberoamérica, esta parte del mundo parece ser una de sus “bestias negras”, a juzgar por las repetidas referencias a sus instituciones “extractivas” a lo largo de toda su historia, desde los mayas hasta el presente, pasando por incas y aztecas y, especialmente, durante el período colonial. Sólo el Brasil de las últimas décadas constituiría una excepción. A este respecto, sería deseable una definición más precisa e históricamente significativa de qué se entiende por instituciones “extractivas” e “inclusivas”. No acaba de quedar claro por qué las instituciones de la Roma republicana eran “partially inclusive and partially exclusive” (p. 162), mientras que la de la civilización maya eran puramente “extractivas” (p. 149). ¿Por qué son, y cuánto más, “inclusivas” las instituciones contemporáneas brasileñas que las chilenas?

    No parece que la repetida utilización de Iberoamérica para defender la hipótesis neo-institucional esté basada en un análisis profundo de la historia económica de esta parte del mundo. Sus referencias a ella excluyen casi sistemáticamente cualquier consideración no anecdótica al período independiente y sus sucesivas fases o las diferencias nacionales. Uno y otras serían simple path-dependency de las condiciones iniciales establecidas en la primera mitad del siglo XVI. Ninguna “critical juncture” habría sido favorecida por la contingencia histórica para dar lugar a instituciones políticas y económicas “inclusivas” en Iberoamérica, Brasil aparte.

Por “critical juncture” debe entenderse acontecimientos o confluencia de factores que pueden alterar el orden económico o político existente en la sociedad, como la Peste Negra, el “descubrimiento” de América o la muerte de Mao Zedong. Según parece, éstas podrían dar un resultado, el contrario, o ninguno en términos de mayor “inclusividad institucional”. Todo depende de “pequeñas diferencias institucionales” de partida y de la contigencia histórica (pp. 96-123). Sólo podemos saberlo a posteriori.

La abrumadora permanencia de instituciones “extractivas” contrasta, a mi juicio, en Iberoamérica con una historia plurisecular cargada de “critical junctures” (independencia, globalización, Primera Guerra Mundial, crisis de los treinta  y Washington Consensus, por citar sólo las de carácter más económico). Entre esas coyunturas históricas decisivas que podrían haber dado paso a instituciones “inclusivas” y al éxito económico no faltan ni siquiera revoluciones y reformismos. ¡Vaya peso inamovible el de la “herencia colonial” ibérica!

En cuanto al período pre-colombino y su influencia en el devenir de Iberoamérica, pocas observaciones más allá de alguna referencia a sus instituciones “extractivas”. O, más bien, supuestos: por ejemplo, que las civilizaciones azteca e inca estaban entre las más ricas hacia 1500. Lamentablemente, no era ése, ni de lejos, el caso, por no hablar de otras sociedades pre-colombinas. La “herencia pre-colonial”, en forma de instituciones comunitarias y tributarias ajenas al mercado, de escasa acumulación de conocimientos técnico-científicos y de extrema fragmentación (geográfica, étnico-lingüística, cultural, comercial, etc.) constituía un serio obstáculo al crecimiento económico. La diferencia de capital humano entre aborígenes y recién llegados favoreció la desigualdad.

La conquista, además de una enorme catástrofe demográfica no planeada, trajo consigo una de las mayores transferencias de técnicas, instituciones y política económica de la historia. La primera de ellas resultó evidente desde pronto (especies vegetales y animales que diversificaron la dieta y aumentaron la productividad del trabajo; medios técnicos para la difusión del conocimiento o la navegación intercontinental, pasando por la rueda, el arado o la grúa; descubrimiento y explotación masiva de recursos mineros). Reconocer la dimensión de las transferencias del segundo y tercer tipo requiere un poco de conocimiento de la historia económica iberoamericana. Los mercados de bienes, servicios y factores –conspicuas instituciones de “propiedad privada” o “inclusivas” en la terminología de Acemoglu y Robinson- aparecieron con el “período colonial” y fueron adquiriendo una influencia creciente. Mercados de tierra, trabajo y capital no existían previamente. Los de bienes y servicios presentaban serias limitaciones de variada índole. Las relaciones económicas permanentes a escala intra e intercontinental eran inexistentes antes de 1492 y se ampliaron sustancialmente después.

Convendría no exagerar los resultados de estos cambios, que, además, afectaron desigualmente a los diferentes territorios de la Monarquía Hispánica en América. Pero tampoco pasarlos por alto, porque, entonces, resultaría imposible entender el crecimiento económico comparativamente de amplias partes de Iberoamérica entre 1500 y 1820. Éste fue menor que el algunas zonas de Norteamérica, aunque lo mismo cabría decir de casi todo el mundo. En cualquier caso, superó al de otras economías de África, Europa y Asia, que supuestamente serían menos “extractivas”, pues no son puestas en el mismo saco que Corea del Norte (p. 76). Hacia 1900 algunas de las “extractivas” economías iberoamericanas eran mucho más ricas que otras -¿menos extractivas?- en diversas partes del mundo.

Que antes de la década de 1820, no hubiese, en la América española, más que instituciones “extractivas” (encomienda, mita, repartimiento, etc.) está lejos de ser cierto no sólo en las áreas periféricas  sino también en las centrales. Y tanto más cuanto más nos acerquemos a la independencia. Si de “extracción” cabe inferir desigualdad, ésta última debería pasar la prueba del test empírico. La poca información cuantitativa que por ahora tenemos no confirma el supuesto de desigualdad extrema de Acemoglu y Robinson. Tampoco el de Engerman y Sokoloff. De los trabajos de Coatsworth, Dobado y García, Gelman y Santillí, Milanovic et al. y Williamson no se desprende que Iberoamérica fuera especialmente desigual en el contexto internacional de la época. De la lectura de Bértola et al., Milanovic et al. y Wiliamson tampoco se percibe una clara relación entre instituciones “extractivas” y desigualdad para la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX. Evidencia empírica adicional permitirá seguir contrastando la validez de las inferencias de la hipótesis neo-institucional para Iberoamérica.