Rafael Dobado (Universidad Complutense de Madrid), 24 de octubre de 2014.
La Revolución del Consumo novohispana seguramente no alcanzó las dimensiones de la británica o tener sus consecuencias en términos de Revolución Industriosa y Revolución Industrial, entre otras razones porque Nueva España contaba con una población más pequeña y una economía menos dinámica. No obstante, la generalización del consumo de “nuevos” -desde la perspectiva europea- bienes entre los novohispanos está bien constatada desde el siglo XVI.
En una entrada anterior a este blog (“Globalización y Gran Divergencia”) introduje la hipótesis de que la Revolución del Consumo de la Edad Moderna bien pudo haber comenzado en el mundo hispánico y no en el europeo occidental (Holanda y, especialmente, Gran Bretaña) como suele establecerse casi como axioma en una abundante literatura anglosajona. El locus principal de esa Revolución del Consumo, inseparable de la globalización “soft” surgida de la expansión ultramarina europea que se inició desde la Península Ibérica, sería Nueva España. Otros territorios (Macao, Perú, Filipinas, Brasil, España, Portugal, etc.) de las monarquías hispánica y lusa tuvieron papeles importantes en la globalización que precedió a la Revolución del Consumo, pero seguramente no tanto como el de Nueva España.
Esta Revolución del Consumo novohispana seguramente no alcanzó las dimensiones de la británica o tener sus consecuencias en términos de Revolución Industriosa y Revolución Industrial, entre otras razones porque Nueva España contaba con una población más pequeña y una economía menos dinámica. No obstante, la generalización del consumo de “nuevos” -desde la perspectiva europea- bienes entre los novohispanos está bien constatada desde el siglo XVI. Algunos eran autóctonos o de relativamente fácil acceso tras la Conquista del imperio Mexica (chocolate, tabaco y azúcar). Otros son un conspicuo resultado de la globalización “soft”, pues llegaban desde Asia a Acapulco, vía Manila, en el Galeón de Manila (textiles de seda y algodón, loza, especies, etc.). Esta ruta comercial se mantuvo abierta durante dos siglos y medio. Fue inaugurada en 1565, cuando Fray Andrés de Urdaneta encontró el derrotero que hizo posible el “tornaviaje” entre Filipinas y Nueva España. Esta proeza naval de la Edad Moderna –la distancia recorrida se acercaba a los 15.000 kilómetros y sólo se tocaba tierra al llegar a California- perduró ininterrumpidamente hasta 1815. Con algunas excepciones debidas principalmente a problemas organizativos o naufragios, uno, por lo general, o dos galeones al año transportaban entre Manila y Acapulco productos asiáticos de variada índole y procedencia. Manila fue “fundada” en 1571 por López de Legazpi. Enseguida se convirtió en el centro comercial que, por primera vez en la historia de la humanidad, puso en contacto el Extremo Oriente con América. Éste sería, para Flynn y Girádez (2004), el acto fundacional de la globalización ”soft”, ya que nunca antes las grandes masas de tierra de nuestro planeta habían estado en contacto –tanto comercial y monetario como también de otros tipos (tecnológico, artístico, demográfico, etc.)- permanente. No tardó Manila en contar con un nutrido “barrio chino” extramuros (Parián) y en ser visitada por barcos provenientes de China y otros puertos asiáticos. A la numerosa población de “sangleyes” residentes en el Parían (más de 5.000 hacia 1580) se sumó la japonesa, que habitaba en un suburbio llamado Dilao. En 1624, ascendían a unos 3.000.
Portugal había precedido a España en el contacto con China y Japón: 1513 fue el año en que el primer barco portugués arribó a Cantón; en 1542 o 1543, dependiendo de las fuentes, el navegante portugués Fernán Méndez Pinto llegó a Japón; el establecimiento portugués en Macao data de 1557. No es extraño, pues, que desde poco después del primer contacto portugués con China, objetos de porcelana como el que se muestra en la Ilustración 1 comenzasen a llegar a Portugal. Ni que, como relata Finlay (1998), a su entrada en Lisboa en 1619, Felipe III pasase bajo un arco triunfal levantado por el gremio de ceramistas que mostraba “carracas” –barco de carga portugués que protagonizó el comercio luso con Asia- descargando porcelana china en el puerto de la ciudad que recibía al rey de hispano-luso.

Ilustración 2.
Jarra china para el mercado portugués, c. 1520.
Heilbrunn Timeline of Art History. New York: The Metropolitan Museum of Art, 2000–.
http://www.metmuseum.org/toah/works-of-art/61.196
(October 2006)
Es probablemente en 1580-1640 cuando la “mundialización ibérica” de Gruzinski (2010) alcanzó su apogeo en la capital del Virreinato de Nueva España: “Esta nueva geografía que ubica a la ciudad de México en la línea divisoria del mundo es portadora de riquezas infinitas.”(Gruzinski, 2010, p.124)
Fue bien entrado el siglo XVII cuando otra potencias europeas comenzaron (primero Holanda y después Inglaterra y Francia) a adquirir directamente especies y manufacturas asiáticas. Mientras que la presencia portuguesa en Asia experimentó un acusado retroceso desde comienzos del siglo XVII, la española resistió hasta bien entrado el XVIII, cuando el Pacífico comenzó a dejar de ser el “lago español”.
Una anécdota resulta ilustrativa acerca del liderazgo ibérico en la difusión por Occidente del gusto por lo oriental que caracterizaría la Europa moderna y, en particular, al siglo XVIII, cuando las “chinoiseries” y la “porzelanzimmer” alcanzasen su máximo esplendor. El término holandés “kraak” con el que es conocida la porcelana “azul cobalto y blanca” fabricada en China para la exportación hasta mediados del siglo XVII (finales de dinastía Ming) podría provenir –no hay consenso definitivo al respecto- de la ya antes mencionada acepción “carraca”. La primera llegada masiva de porcelana china a Holanda y su popularización fue el resultado de un acto de piratería: la subasta del cargamento del Santiago, buque portugués capturado en 1603 en la isla de Santa Elena. Algo más tarde, inspirada en los exitosos diseños chinos de exportación, la mayólica, que no porcelana, de Delf tendría un notable éxito en la Europa noroccidental entre mediados de los siglos XVII y XVIII. No obstante, ya en 1586, Juan de Mendoza describía la porcelana china y mencionaba los mercados a los que era habitualmente exportada: Portugal, Perú, Nueva España y “otras partes del mundo”. (Murphy-Gnatz, 2010).
Probablemente menos conocido es el hecho de que, en Nueva España, la mayólica de Puebla de los Ángeles –conocida como “talavera poblana” por la influencia española- refleja ya desde la segunda mitad del siglo XVII la influencia de la porcelana china de exportación en técnicas, motivos ornamentales y formas –véase Ilustración 2.

Ilustración 2.
Tibor de Puebla de los Ángeles, probablemente del siglo XVIII
Heilbrunn Timeline of Art History . New York: The Metropolitan Museum of Art, 2000–.
http://www.metmuseum.org/toah/works-of-art/11.87.36.
(October 2006)
A comienzos del siglo XVII, la variada influencia del arte nambam japonés, surgido del contacto con los “bárbaros del sur” (portugueses, primero y especialmente, y, más tarde, españoles) había logrado influir en Nueva España, dando lugar a una de las formas artísticas más originales y expresivas del mundo virreinal: el biombo, una de cuyas manifestaciones más sincréticas se muestra en la Ilustración 3. Rasgos culturales “peninsulares” (los personajes vestidos a la europea) se mezclan con otros “pre-hispánicos” (productores y bebedores de pulque, voladores de Papantla, cofradías guerreras mexicas, etc.), que parecen dominar la escena, en una anticipación del protonacionalismo mexicano de la segunda mitad del siglo XVIII.

Ilustración 3.
«El palo volador», México, 1650-1700. Fotografía de Joaquín Otero.
Museo de América de Madrid.
La Historia del Arte novohispano ha revelado algunas manifestaciones sorprendentes de la coexistencia entre influencias tan aparentemente dispares como las que encuentra Curiel (2012) en la iglesia de San Jerónimo Tlacochahuaya (c. 1735):
“Junto a un mar de tupidas flores de estirpe indígena conviven en igualdad de circunstancias, sin estorbarse ni molestarse entre sí, enormes tibores chinos, al lado de grandiosos floreros europeos de evidentes resabios flamencos, todo pintado por diestras manos indígenas de oficio depurado. América, Europa y Asia bajo un mismo cobijo en una pequeña iglesia de los Valles Centrales de Oaxaca.” (Curiel, 2012, p. 324).
Pero desplacémonos del Arte –aunque de consumo popular cotidiano en forma de servicios religiosos por lo que a este caso se refiere- a la Historia Económica. Gash-Tomás (2014) ha utilizado inventarios post-mortem para estudiar el consumo de bienes asiáticos (seda china, porcelana, muebles japoneses, abanicos, etc.) por parte de las élites de Sevilla y Ciudad de México entre 1571 y 1630. Hacia el final de ese período, junto a la aristocracia, presente desde el comienzo, aparecen también otros grupos sociales. Éstos contribuyeron a una cierta “democratización”, si bien limitada, del consumo de bienes asiáticos, que también se extendió a otras ciudades del Reino de Castilla.
Fernández de Pinedo (2012) registra productos americanos (cacao de Caracas y azúcar cubano, a los que debería añadirse el tabaco) y asiáticos (porcelana y otra cerámica, abanicos, cajas de ébano, etc.) en el consumo de las clases medias y altas madrileñas de la primera mitad del siglo XVIII. Se habría dado probablemente ya un paso más en la “democratización” del consumo de bienes ultramarinos.
Por lo que respecta a Ciudad de México, la mayoría de las mercancías asiáticas llegadas desde Acapulco se exponían en su plaza central. Parte de ellas encontraba como destino otras ciudades novohispanas. Algunas llegaban a España desde Veracruz. Legal o ilegalmente, según los períodos, no pocas se difundían por el resto de la América española.
La Plaza Mayor de la Ciudad de México albergó el Parían, del tagalo parian (mercado chino según la RAE) –véase Ilustración 4.

Ilustración 4. Plaza Mayor de Ciudad de México, México c. 1695-1700,
Cristóbal de Villalpando.
Tomado de Leibsohn (2013, p. 14).
Se trataba de un conjunto de establecimientos comerciales –unos 180 a comienzos del siglo XIX (Anna, 1972)- dentro de un recinto cerrado de una magnitud considerable –casi 13.000 varas cuadradas- al que se accedía a través de ocho puertas. Todavía a comienzos de la década de 1820, cuando el Galeón de Manila había dejado de existir, el Parían constituía la más valiosa propiedad inmueble municipal de la Ciudad de México (Anna, 1972).
Ahora bien, ¿accedían al consumo de “nuevos bienes”, semejantes a los que protagonizaron la Revolución del Consumo en la Europa noroccidental grupos sociales no pertenecientes a las élites? Por lo que se refiere a los producidos en América, como el chocolate, el azúcar o el tabaco, abundan datos que sugieren un consumo extendido de ellos más allá de las minorías privilegiadas (Dobado y García, 2014; Dobado, 2015). Respecto a los de procedencia oriental, la conclusión es menos indiscutible, pero parece que acabaron siendo consumidos por “sectores medios” de la sociedad novohispana.
Al Parián acudía no sólo la élite en busca de productos de lujo:
“In the Plaza Mayor, the mercantile heart of the Spanish empire, an outdoor marketplace of stalls and small shops called the Parián (named after the Chinese emporium in Manila) satisfied the exotic demands of elites and commoners alike.” (Slack, 2009, p. 42.)
Una pintura anónima del siglo XVIII, titulada Calidades de las personas que habitan en la ciudad de México, nos muestra un Parián que acoge personajes y transacciones que no pueden ser adscritos en exclusiva a la élite –véase Ilustración 5.
Interesante como es, la interpretación de textos e imágenes puede ser objetable. Menos dudoso resulta el análisis de la documentación cuantitativa del Galeón de Manila. De ella se deduce que los precios de buen número de bienes asiáticos, pese al substancial incremento que sufrían tras cada etapa del largo trayecto que separaba al productor chino o hindú del consumidor final novohispano, no eran prohibitivos (Yuste, 1995; Dobado, 2014). Ello se debía a la baratura en origen de algunas manufacturas y a la flexibilidad de una producción capaz de adaptarse a diferentes capacidades adquisitivas. Al menos con seguridad en las últimas décadas del período virreinal, algo muy parecido a una Revolución del Consumo estaba en marcha:
“Creo que dentro de Nueva España y sobre todo en la segunda mitas del siglo XVIII, el comercio transpacífico modificó el carácter de sus cargamentos: de artículos suntuarios y textiles muy lujosos y caros, a textiles baratos y artículos de uso corriente en la colonia, lo que propició que las mercancías que introducía el galeón fueran accesibles para la población media e incluso pobre.” (Yuste, 1995, p. 240).
Incluso si la Revolución del Consumo en Nueva España no puede asociarse a una Revolución Industriosa a gran escala, aun tendría sentido la hipótesis de que población rural y urbana de las zonas más integradas en los circuitos comerciales pudieron sentirse inclinados durante el siglo XVIII a incrementar el esfuerzo laboral de las unidades familiares en respuesta a más poderosos estímulos al consumo. En cualquier caso, el consumidor novohispano se benefició desde pronto de algunas de las ganancias de bienestar que se atribuyen al consumo de “bienes coloniales” por la población inglesa (Hersh y Voth, 2011).
BIBLIOGRAFÍA
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