EL MUNDO HISPÁNICO Y LA REVOLUCIÓN DEL CONSUMO

Rafael Dobado (Universidad Complutense de Madrid), 24 de octubre de 2014.

La Revolución del Consumo novohispana seguramente no alcanzó las dimensiones de la británica o tener sus consecuencias en términos de Revolución Industriosa y Revolución Industrial, entre otras razones porque Nueva España contaba con una población más pequeña y una economía menos dinámica. No obstante, la generalización del consumo de “nuevos” -desde la perspectiva europea- bienes entre los novohispanos está bien constatada desde el siglo XVI.

En una entrada anterior a este blog (“Globalización y Gran Divergencia”) introduje la hipótesis de que la Revolución del Consumo de la Edad Moderna bien pudo haber comenzado en el mundo hispánico y no en el europeo occidental (Holanda y, especialmente, Gran Bretaña) como suele establecerse casi como axioma en una abundante literatura anglosajona. El locus principal de esa Revolución del Consumo, inseparable de la globalización “soft” surgida de la expansión ultramarina europea que se inició desde la Península Ibérica, sería Nueva España. Otros territorios (Macao, Perú, Filipinas, Brasil, España, Portugal, etc.) de las monarquías hispánica y lusa tuvieron papeles importantes en la globalización que precedió a la Revolución del Consumo, pero seguramente no tanto como el de Nueva España.

Esta Revolución del Consumo novohispana seguramente no alcanzó las dimensiones de la británica o tener sus consecuencias en términos de Revolución Industriosa y Revolución Industrial, entre otras razones porque Nueva España contaba con una población más pequeña y una economía menos dinámica. No obstante, la generalización del consumo de “nuevos” -desde la perspectiva europea- bienes entre los novohispanos está bien constatada desde el siglo XVI. Algunos eran autóctonos o de relativamente fácil acceso tras la Conquista del imperio Mexica (chocolate, tabaco y azúcar). Otros son un conspicuo resultado de la globalización “soft”, pues llegaban desde Asia a Acapulco, vía Manila, en el Galeón de Manila (textiles de seda y algodón, loza, especies, etc.). Esta ruta comercial se mantuvo abierta durante dos siglos y medio. Fue inaugurada en 1565, cuando Fray Andrés de Urdaneta encontró el derrotero que hizo posible el “tornaviaje” entre Filipinas y Nueva España. Esta proeza naval de la Edad Moderna –la distancia recorrida se acercaba a los 15.000 kilómetros y sólo se tocaba tierra al llegar a California- perduró ininterrumpidamente hasta 1815. Con algunas excepciones debidas principalmente a problemas organizativos o naufragios, uno, por lo general, o dos galeones al año transportaban entre Manila y Acapulco productos asiáticos de variada índole y procedencia. Manila fue “fundada” en 1571 por López de Legazpi. Enseguida se convirtió en el centro comercial que, por primera vez en la historia de la humanidad, puso en contacto el Extremo Oriente con América. Éste sería, para Flynn y Girádez (2004), el acto fundacional de la globalización ”soft”, ya que nunca antes las grandes masas de tierra de nuestro planeta habían estado en contacto –tanto comercial y monetario como también de otros tipos (tecnológico, artístico, demográfico, etc.)- permanente. No tardó Manila en contar con un nutrido “barrio chino” extramuros (Parián) y en ser visitada por barcos provenientes de China y otros puertos asiáticos. A la numerosa población de “sangleyes” residentes en el Parían (más de 5.000 hacia 1580) se sumó la japonesa, que habitaba en un suburbio llamado Dilao. En 1624, ascendían a unos 3.000.

Portugal había precedido a España en el contacto con China y Japón: 1513 fue el año en que el primer barco portugués arribó a Cantón; en 1542 o 1543, dependiendo de las fuentes, el navegante portugués Fernán Méndez Pinto llegó a Japón; el establecimiento portugués en Macao data de 1557. No es extraño, pues, que desde poco después del primer contacto portugués con China, objetos de porcelana como el que se muestra en la Ilustración 1 comenzasen a llegar a Portugal. Ni que, como relata Finlay (1998), a su entrada en Lisboa en 1619, Felipe III pasase bajo un arco triunfal levantado por el gremio de ceramistas que mostraba “carracas” –barco de carga portugués que protagonizó el comercio luso con Asia- descargando porcelana china en el puerto de la ciudad que recibía al rey de hispano-luso.

Ilustración 2. Jarra china para el mercado portugués, c. 1520.  Heilbrunn Timeline of Art History. New York: The Metropolitan Museum of Art, 2000–.  http://www.metmuseum.org/toah/works-of-art/61.196 (October 2006)

Ilustración 2.
Jarra china para el mercado portugués, c. 1520.
Heilbrunn Timeline of Art History. New York: The Metropolitan Museum of Art, 2000–.
http://www.metmuseum.org/toah/works-of-art/61.196
(October 2006)

Es probablemente en 1580-1640 cuando la “mundialización ibérica” de Gruzinski (2010) alcanzó su apogeo en la capital del Virreinato de Nueva España: “Esta nueva geografía que ubica a la ciudad de México en la línea divisoria del mundo es portadora de riquezas infinitas.”(Gruzinski, 2010, p.124)

Fue bien entrado el siglo XVII cuando otra potencias europeas comenzaron (primero Holanda y después Inglaterra y Francia) a adquirir directamente especies y manufacturas asiáticas. Mientras que la presencia portuguesa en Asia experimentó un acusado retroceso desde comienzos del siglo XVII, la española resistió hasta bien entrado el XVIII, cuando el Pacífico comenzó a dejar de ser el “lago español”.

Una anécdota resulta ilustrativa acerca del liderazgo ibérico en la difusión por Occidente del gusto por lo oriental que caracterizaría la Europa moderna y, en particular, al siglo XVIII, cuando las “chinoiseries” y la “porzelanzimmer” alcanzasen su máximo esplendor. El término holandés “kraak” con el que es conocida la porcelana “azul cobalto y blanca” fabricada en China para la exportación hasta mediados del siglo XVII (finales de dinastía Ming) podría provenir –no hay consenso definitivo al respecto- de la ya antes mencionada acepción “carraca”. La primera llegada masiva de porcelana china a Holanda y su popularización fue el resultado de un acto de piratería: la subasta del cargamento del Santiago, buque portugués capturado en 1603 en la isla de Santa Elena. Algo más tarde, inspirada en los exitosos diseños chinos de exportación, la mayólica, que no porcelana, de Delf tendría un notable éxito en la Europa noroccidental entre mediados de los siglos XVII y XVIII. No obstante, ya en 1586, Juan de Mendoza describía la porcelana china y mencionaba los mercados a los que era habitualmente exportada: Portugal, Perú, Nueva España y “otras partes del mundo”. (Murphy-Gnatz, 2010).

Probablemente menos conocido es el hecho de que, en Nueva España, la mayólica de Puebla de los Ángeles –conocida como “talavera poblana” por la influencia española- refleja ya desde la segunda mitad del siglo XVII la influencia de la porcelana china de exportación en técnicas, motivos ornamentales y formas –véase Ilustración 2.

Ilustración 2. Tibor de Puebla de los Ángeles, probablemente del siglo XVIII Heilbrunn Timeline of Art History . New York: The Metropolitan Museum of Art, 2000–.  http://www.metmuseum.org/toah/works-of-art/11.87.36.  (October 2006)

Ilustración 2.
Tibor de Puebla de los Ángeles, probablemente del siglo XVIII
Heilbrunn Timeline of Art History . New York: The Metropolitan Museum of Art, 2000–.
http://www.metmuseum.org/toah/works-of-art/11.87.36.
(October 2006)

A comienzos del siglo XVII, la variada influencia del arte nambam japonés, surgido del contacto con los “bárbaros del sur” (portugueses, primero y especialmente, y, más tarde, españoles) había logrado influir en Nueva España, dando lugar a una de las formas artísticas más originales y expresivas del mundo virreinal: el biombo, una de cuyas manifestaciones más sincréticas se muestra en la Ilustración 3. Rasgos culturales “peninsulares” (los personajes vestidos a la europea) se mezclan con otros “pre-hispánicos” (productores y bebedores de pulque, voladores de Papantla, cofradías guerreras mexicas, etc.), que parecen dominar la escena, en una anticipación del protonacionalismo mexicano de la segunda mitad del siglo XVIII.

Ilustración 3. "El palo volador", México, 1650-1700. Fotografía de Joaquín Otero. Museo de América de Madrid.

Ilustración 3.
«El palo volador», México, 1650-1700. Fotografía de Joaquín Otero.
Museo de América de Madrid.

La Historia del Arte novohispano ha revelado algunas manifestaciones sorprendentes de la coexistencia entre influencias tan aparentemente dispares como las que encuentra Curiel (2012) en la iglesia de San Jerónimo Tlacochahuaya (c. 1735):

“Junto a un mar de tupidas flores de estirpe indígena conviven en igualdad de circunstancias, sin estorbarse ni molestarse entre sí, enormes tibores chinos, al lado de grandiosos floreros europeos de evidentes resabios flamencos, todo pintado por diestras manos indígenas de oficio depurado. América, Europa y Asia bajo un mismo cobijo en una pequeña iglesia de los Valles Centrales de Oaxaca.”  (Curiel, 2012, p. 324).

Pero desplacémonos del Arte –aunque de consumo popular cotidiano en forma de servicios religiosos por lo que a este caso se refiere- a la Historia Económica. Gash-Tomás (2014) ha utilizado inventarios post-mortem para estudiar el consumo de bienes asiáticos (seda china, porcelana, muebles japoneses, abanicos, etc.) por parte de las élites de Sevilla y Ciudad de México entre 1571 y 1630. Hacia el final de ese período, junto a la aristocracia, presente desde el comienzo, aparecen también otros grupos sociales. Éstos contribuyeron a una cierta “democratización”, si bien limitada, del consumo de bienes asiáticos, que también se extendió a otras ciudades del Reino de Castilla.

Fernández de Pinedo (2012) registra productos americanos (cacao de Caracas y azúcar cubano, a los que debería añadirse el tabaco) y asiáticos (porcelana y otra cerámica, abanicos, cajas de ébano, etc.) en el consumo de las clases medias y altas madrileñas de la primera mitad del siglo XVIII. Se habría dado probablemente ya un paso más en la “democratización” del consumo de bienes ultramarinos.

Por lo que respecta a Ciudad de México, la mayoría de las mercancías asiáticas llegadas desde Acapulco se exponían en su plaza central. Parte de ellas encontraba como destino otras ciudades novohispanas. Algunas llegaban a España desde Veracruz. Legal o ilegalmente, según los períodos, no pocas se difundían por el resto de la América española.

La Plaza Mayor de la Ciudad de México albergó el Parían, del tagalo parian (mercado chino según la RAE) –véase Ilustración 4.

Plaza Mayor de Ciudad de México, México c. 1695-1700,  Cristóbal de Villalpando. Tomado de Leibsohn (2013, p. 14).

Ilustración 4. Plaza Mayor de Ciudad de México, México c. 1695-1700,
Cristóbal de Villalpando.
Tomado de Leibsohn (2013, p. 14).

Se trataba de un conjunto de establecimientos comerciales –unos 180 a comienzos del siglo XIX (Anna, 1972)- dentro de un recinto cerrado de una magnitud considerable –casi 13.000 varas cuadradas- al que se accedía a través de ocho puertas. Todavía a comienzos de la década de 1820, cuando el Galeón de Manila había dejado de existir, el Parían constituía la más valiosa propiedad inmueble municipal de la Ciudad de México (Anna, 1972).

La crónica de Viera (Breve compendiosa narración de la ciudad de México, de 1777) califica al Parián de “teatro de las maravillas”, pues en él se mostraban “los más variados objetos del Oriente, libros, ropa fina, biombos, camas, espejos, joyas, abanicos, cristalería, cerámica y otros lujos.”(Rubial, 2008, p. 418). Esta idea de abundancia, basada en el acceso a una plétora de productos europeos y asiáticos, se encuentra ya presente en las Mémoires du Mexique del viajero francés Monségur, que vieron la luz en 1709.

Ahora bien, ¿accedían al consumo de “nuevos bienes”, semejantes a los que protagonizaron la Revolución del Consumo en la Europa noroccidental grupos sociales no pertenecientes a las élites? Por lo que se refiere a los producidos en América, como el chocolate, el azúcar o el tabaco, abundan datos que sugieren un consumo extendido de ellos más allá de las minorías privilegiadas (Dobado y García, 2014; Dobado, 2015). Respecto a los de procedencia oriental, la conclusión es menos indiscutible, pero parece que acabaron siendo consumidos por “sectores medios” de la sociedad novohispana.

Al Parián acudía no sólo la élite en busca de productos de lujo:

“In the Plaza Mayor, the mercantile heart of the Spanish empire, an outdoor marketplace of stalls and small shops called the Parián (named after the Chinese emporium in Manila) satisfied the exotic demands of elites and commoners alike.” (Slack, 2009, p. 42.)

Una pintura anónima del siglo XVIII, titulada Calidades de las personas que habitan en la ciudad de México, nos muestra un Parián que acoge personajes y transacciones que no pueden ser adscritos en exclusiva a la élite –véase Ilustración 5.

Ilustración 5. Calidades de las personas que habitan en la ciudad de México

Ilustración 5.
Calidades de las personas que habitan en la ciudad de México

Interesante como es, la interpretación de textos e imágenes puede ser objetable. Menos dudoso resulta el análisis de la documentación cuantitativa del Galeón de Manila. De ella se deduce que los precios de buen número de bienes asiáticos, pese al substancial incremento que sufrían tras cada etapa del largo trayecto que separaba al productor chino o hindú del consumidor final novohispano, no eran prohibitivos (Yuste, 1995; Dobado, 2014). Ello se debía a la baratura en origen de algunas manufacturas y a la flexibilidad de una producción capaz de adaptarse a diferentes capacidades adquisitivas. Al menos con seguridad en las últimas décadas del período virreinal, algo muy parecido a una Revolución del Consumo estaba en marcha:

“Creo que dentro de Nueva España y sobre todo en la segunda mitas del siglo XVIII, el comercio transpacífico modificó el carácter de sus cargamentos: de artículos suntuarios y textiles muy lujosos y caros, a textiles baratos y artículos de uso corriente en la colonia, lo que propició que las mercancías que introducía el galeón fueran accesibles para la población media e incluso pobre.” (Yuste, 1995, p. 240).

Incluso si la Revolución del Consumo en Nueva España no puede asociarse a una Revolución Industriosa a gran escala, aun tendría sentido la hipótesis de que población rural y urbana de las zonas más integradas en los circuitos comerciales pudieron sentirse inclinados durante el siglo XVIII a incrementar el esfuerzo laboral de las unidades familiares en respuesta a más poderosos estímulos al consumo. En cualquier caso, el consumidor novohispano se benefició desde pronto de algunas de las ganancias de bienestar que se atribuyen al consumo de “bienes coloniales” por la población inglesa (Hersh y Voth, 2011).

BIBLIOGRAFÍA

ANNA, T. E. (1972): “The Finances of Mexico City during the War of Independence”, Journal of Latin American Studies, 4, 1, pp. 55-75.
CURIEL, G. (2012): ”Lenguajes artísticos transcontinentales en objetos suntuario de uso cotidiano: el caso de la Nueva España”, DOBADO, R. y CALDERÓN, A. (coords.): Pinturas de los Reinos. Identidades compartidas en el mundo hispánico. Miradas varias, siglos XVI-XIX (pp. 312-324), México: Fomento Cultural Banamex.
DOBADO, R. (2014): “La globalización hispana del comercio y el arte en la Edad Moderna”, Estudios de Economía Aplicada, 32, 1, pp. 13-42.
DOBADO, R. (2015): “Pre-Independence Spanish Americans: Poor, short and unequal… or the Opposite?, Revista de Historia Económica/Journal of Iberian and Latin American Economic History.
DOBADO, R. y GARCÍA, H. (2014): “Neither So Low Nor So Short: Wages and Heights in Bourbon Spanish America from an International Comparative Perspective”, Journal of Latin American Studies, 46, pp. 1-31.
FERNÁNDEZ DE PINEDO, N. (2012): “Dress, Eat and Show Off in Madrid, c. 1750”, presentado a la Sesión 9, Material Encounters between Local and Global, del Congreso Global Commodities. The Material Culture of Early Modern Connections, 1400-1800, Universidad de Warwick. Mímeo.
FINLAY, R. (1998): “The Pilgrim Art: The Culture of Porcelain in World History”, Journal of World History, 9, 2, pp. 141-187.
GASH-TOMÁS, J. L. (2014): “Globalisation, Market Formation and Commodisation in the Spanish Empire. Consumer Demand for Asian Goods in Mexico City and Seville, C. 1571-1630”, Revista de Historia Económica/Journal of Iberian and Latin American Economic History, 32, 2, pp. 189-221.
HERSH, J. y VOTH, J. (2011): “Sweet Diversity: Colonial Goods and the Welfare Gains from Trade after 1492”, Economics Working Papers 1163, Department of Economics and Business, Universidad Pompeu Fabra.
LEIBSOHN, D. (2013): “Made in China, Made in Mexico”, PIERCE, D. y OTSUKA, R. (eds.): At the Crossroads: The Arts of Spanish America & Early Global Trade, 1492–1850: Papers from the 2010 Mayer Center Symposium at the Denver Art Museum (pp. 11-40), Denver: Denver Museum of Art.
MURPHY-GNATZ, M. (2010): “The Porcelain Trade”, https://www.lib.umn.edu/bell/tradeproducts/porcelain
O’ROURKE, K. H., y WILLIAMSON, J. G. (1999): Globalization and History, Cambridge: MIT Press.
— (2002): “When Did Globalization Begin?”, European Review of Economic History, 6: pp. 23–50.
— (2004): “Once More: When Did Globalization Begin?”, European Review of Economic History, 8: pp. 109–17.
SLACK, E.R. (2009): “The Chinos in New Spain: A Corrective Lens for a Distorted Image”, Journal of World History, 20, 1: pp. 35-67.
YUSTE, C. (1995): “Los precios de las mercancías asiáticas en el siglo XVII”, GARCÍA, V. (coord.): Los precios de alimentos y manufacturas novohispanos (pp. 231-264), México DF, México.

 

Globalización y Gran Divergencia

Rafael Dobado (Universidad Complutense de Madrid), 9 de octubre de 2013.

Las decisiones de política general y económica de los gobiernos de la dinastía Qing en China y de los Tokugawa en Japón limitaron los intercambios exteriores hasta extremos incomparables con los del mercantilismo occidental. Ello implica que el Este se vio privado de los beneficios directos (efectos estáticos y dinámicos) e indirectos (institucionales) del comercio exterior, que tanto contribuyeron al crecimiento económico del Oeste. El rechazo al comercio exterior por parte de esos gobiernos bien pudo ser uno de los mayores errores de política económica conocidos.

Durante el mes de septiembre de este año, el prestigioso e influyente semanario británico The Economist se ha ocupado de dos procesos que están también muy presentes en la literatura histórico-económica de los últimos tiempos: Gran Divergencia y Globalización.[1] No puedo sino saludar efusivamente que The Economist se interese por ellos. Es más, al comienzo de unos de los dos textos citados se llega a hacer un rotundo elogio de nuestra disciplina: “A better understanding of economic history might have helped the world avoid the worst of the recent crisis.” Se diría, pues, que lo que hacemos parece interesar a los numerosos, y, por lo general, cosmopolitas y cualificados lectores de The Economist. Lo que me lleva a pensar que los historiadores económicos tenemos mucho que ganar, y nada que perder, si intensificamos nuestros esfuerzos por dirigirnos más frecuentemente y en la forma adecuada a públicos distintos a nuestros colegas del medio académico.

         Mi aplauso a The Economist no está reñido con que, por varias razones, encuentre un tanto decepcionante el tratamiento que hace de dos de los más importantes acontecimientos en la historia económica de la humanidad. Puede que la insatisfacción del especialista sea un tanto inevitable dado el formato –reducido- de los textos y hasta algo contradictoria con la defensa de la divulgación que acabo de hacer. Pero, más bien, pienso que se debe a que los textos presentan algunos problemas que no habría costado mucho superar sin aumento de la extensión ni complejidades innecesarias.

         Comencemos por la Gran Divergencia, esa bifurcación de las trayectorias económicas entre el Este –con la excepción de Japón a partir de la Revolución Meiji- y el Oeste que todavía hoy, pese al rápido crecimiento de China e India en los últimas décadas, resulta claramente perceptible en términos de producto per capita. Es cierto que el momento de la Gran Divergencia es objeto de debate. Tampoco existe consenso acerca de sus causas. Destacados historiadores económicos (Landes, Maddison, etc.) la sitúan “pronto” –en algún momento de la Edad Moderna temprana- y la atribuyen a factores culturales e institucionales, incluyendo entre unos y otros la religión y la política. Sería, pues, en un cierto “excepcionalismo europeo”, del que también formaría parte la ciencia (Mokyr), donde reside la explicación de por qué una parte del mundo se liberó antes que el resto de la trampa maltusiana. Y ello pese a que, durante buena parte de la historia humana, el Este no iba detrás del Oeste en logros de variada índole, incluso más bien al revés. De hecho, diría que la gran pregunta de la historia económica no es por qué el Este está creciendo ahora tan rápido sino por qué no fue capaz de lograr autónomamente el crecimiento económico moderno mucho antes.

         Hace unos años se conformó una visión “revisionista”, de la que podrían constituir buenos ejemplos Frank y Pomeranz, quienes sostienen que la economía china contaba con instituciones y políticas que la hacían funcionar no peor que las europeas todavía a finales del siglo XVIII. Para Pomeranz, la clave del éxito occidental: carbón y colonias, como sintéticamente lo expresa  Vries. O dicho de otra forma: Wrigley y Marx combinados.

         El revisionismo acerca del momento y las causas de la Gran Divergencia -aunque sugerente y con amplia audiencia en medios académicos, adolece, a mi juicio, de una falta del suficiente fundamento cuantitativo, ha tenido el saludable efecto de incentivar nuevas investigaciones.  Allen et al. se han ocupado de los niveles de vida urbanos (Londres, Amsterdam, Suzhou/Shanghai, Beijing, Cantón y Kyoto/Tokyo) en el largo plazo (1738-1925). Morris ha construido un  Índice de Desarrollo Social, que incluye variables como la disponibilidad de energía, la urbanización, la alfabetización y la eficacia bélica en el Este y el Oeste desde el 14000 antes de Cristo y el presente. Li y Van Zanden han calculado los productos per capita de dos regiones avanzadas (Países Bajos y Hua-Lou, en el delta del Yangtze) en 1820. Bassino et al. han comparado la evolución del producto per capita en Japón y Gran Bretaña entre 730 y 1870. Todos ellos arrojan una visión más pesimista del desarrollo económico en el Este que la que defiende el revisionismo y señalan que la Gran Divergencia se habría producido ya antes de la Revolución Industrial. Sorprendentemente, esta re-revisión no ha sido tenida en cuenta por The Economist.

         Resulta curioso que, pese a la argumentación acerca de las dudas en torno al inicio de la Gran Divergencia, The Economist recurra a los datos de Maddison para ilustrar su significado. De acuerdo con ellos, la Gran Divergencia sería ya claramente perceptible desde 1600, si no antes, en los casos de los Países Bajos y del Reino Unido respecto a China, India y Japón. Lo que coincide plenamente con la visión tradicional del “excepcionalismo europeo”. También peculiar resulta su interpretación de la archifamosa obra de Jared Diamond. Para The Economist, este autor sostiene que “Europe was uniquely endowed with domesticable plants and animals.” De donde se derivarían una mayor Resistencia inmunológica de su población, así como una mayor productividad y una mayor densidad de población. Lo que, asu vez, llevaría al desarrollo de mejores instituciones (ciudades, burocracia y alfabetización) que favorecerían el crecimiento económico. Ciertamente, esa concatenación constituye el núcleo básico de la explicación de Diamond a lo que él denomina “la pregunta de Yali” (“Why is that you white people developed so much cargo and brought it to New Guinea, but we Black people had little cargo of our own?”). Pero Diamond aplica su cadena causal –de la abundancia de especies domesticables al crecimiento económico pre-industrial- a toda Eurasia, no sólo, ni principalmente, a Europa. A la hora de explicar las diferencias entre China y Europa, Diamond recurre a explicaciones (básicamente, la accesibilidad al mar y la diversidad de varida índole subyacente al “sistema competitivo de estados”) que recuerdan mucho a las del “excepcionalismo europeo” del tipo propuesto por Jones. Tampoco parece que el colonialismo occidental tenga que ver en la Gran Divergencia entre Este y Oeste. Es discutible que explique mucho –o poco- acerca de la India; menos lo haría en el caso de China; nada en los de Japón o Corea. La proposición carece, simplemente, de validez general. Para concluir por el momento con la Gran Divergencia, la afirmación final me parece ciertamente atrevida, si no es cualificada cuidadosamente: “Cultural explanations for booms and busts are tempting, but economic history shows that they rarely stand up to scrutiny.” No estoy nada seguro de que haya acuerdo al respecto entre los historiadores económicos. En esto, y en otras muchas cosas, The Economist no suele pecar de excesiva modestia.

         Por lo que respecta a la Globalización, The Economist acierta al señalar las diferentes valoraciones del fenómeno. Creo que también la evaluación de sus resultados depende mucho de situar su inicio en el tiempo correctamente. Encuentro acertado señalar que O’Rourke y Williamson, cuyos trabajos tanta influencia –y por tan buenas razones- han tenido en nuestra percepción de la Globalización, se olvidan de señalar la temprana integración del mercado mundial de plata y sus efectos económicos. Gracias en buena medida a los propios O’Rourke y Williansom, sabemos que la Globalización no empezó cuando muchos piensan; esto es, hace unas pocas décadas. Menos de acuerdo estoy con la afirmación según la cual la Globalización “has a history that streches thousands of years, starting with Smith’s primitive hunter-gatherers trading with the next village, and eventually developing into the globally interconnected societies of today.” Una definición tan lata de la Globalización la convierte en equivalente a la historia humana: no faltan pruebas de comercio a larga distancia desde el Paleolítico. Y abundan desde el Neolítico y, mucho más, posteriormente, con las primeras civilizaciones.

         Hablemos, pues, de definiciones. De Vries, acertadamente, ha propuesto distinguir entre “soft globalization” y “hard globalization”. Esta última es de que se ocupan O’Rourke y Williamson: “integration of markets across space”, especialmente de productos de amplio consumo (los cereales, por ejemplo). Apareció súbitamente en el algún momento de mediados del siglo XIX como consecuencia de la aplicación al comercio internacional de las innovaciones tecnológicas en materia de transporte y comunicaciones surgidas de la Revolución Industrial. El concepto de “soft globalization” es generalmente preferido por los historiadores al de “hard globalization”, que suele ser preferido por historiadores económicos y economistas. Para De Vries: “Evocations of a compressed and intensified world may be called ‘soft globalization’”. Esta definición remite directamente a los interesantes trabajos de Flynn y Giráldez, que no son citados por The Economist. Estos autores proponen que la Globalización consistió en que “all populated continents began sustained interaction in a manner that deeply linked them all through global trade.” Sitúan su inicio en el momento en que “the Old World became directly connected with the Americas in 1571 via Manila.” Estas –necesarias- sutilezas históricas parecen haber escapado a la atención de The Economist. Tal vez ello sea inevitable en una publicación de sus características, pero no dejan de tener su importancia incluso para el público no especializado. Por un lado, resaltan el papel de los diferentes territorios de la pluricontinental Monarquía Hispánica en la aparición de interconexiones comerciales permanentes entre América, Asia y Europa. El vehículo inicial de esa interacción sin precedentes históricos fue el Galeón de Manila, a través del cual se intercambió desde finales de la segunda mitad del siglo XVI la plata americana por productos asiáticos más o menos lujosos (especias, seda, porcelana, etc.) entre Manila y Acapulco. Contactos directos entre Europa y Asia existieron desde antes (Vasco de Gama) y proseguirían más tarde (VOC y EIC), pero no, o sólo mucho después y menor medida, incluyeron a América. Por otro lado, resaltan el papel de Asia, y, en particular, de China, sobre todo, pero también de la India, en la creación temprana de mercados mundiales de manufacturas y en la difusión de gustos y estilos artísticos (nanbam, chinoiseries, etc.). Todo parece indicar –basta atender al contenido de la carga del Galeón de Manila y a otros inicadores- que el consumo de muchos de esos productos asiáticos acabó desbordando el estricto marco de las élites. Tal vez en ningún sitio como en Nueva España se produjo una globalización tan temprana del consumo, a la que también contribuyó el contacto permanente con Europa a través del Atlántico. Puede que también en la propia España, como podría revelar un magnífico bodegón de Antonio de Pereda.

Bodegón con arqueta de marfil, 1652, Antonio de Pereda. Cortesía del Museo del Hermitage de San Petersburgo

Bodegón con arqueta de marfil, 1652, Antonio de Pereda.
Cortesía del Museo del Hermitage de San Petersburgo

Por ambas razones, el concepto de “soft globalization” configura una mundialización más temprana y menos eurocéntrica que el de “hard globalization”, que remite al siglo XIX y al Atlántico norte. Lo que, en algún sentido no menor, nos acercaría al revisionismo acerca de la Gran Divergencia con su énfasis en las dinámicas económicas extra-europeas.

            Un reciente trabajo de Dobado, García-Hiernaux y Guerrero ha venido a poner en estrecha conexión Globalización y Gran Divergencia. En uno anterior, estos autores encontraban pruebas estadísticas e históricas de una creciente integración entre Norteamérica y Europa y dentro de esta última de los mercados desde la primera mitad del siglo XVIII; esto es, una “hard globalization” más temprana, pues precede claramente a la Revolución Industrial, que la contemplada en la versión canónica de O’Rourke y Williamson. ¿Qué tiene esto que ver con la Gran Divergencia? Pues parece ser que no poco. A la vista de los resultados obtenidos en el Oeste, hemos examinado los mercados de cereales del Este (China y Japón). Éstos estaban bien integrados a nivel nacional, pero no encontramos ninguna prueba de integración ni a nivel internacional ni intercontinental, como sí resulta ser el caso en el Oeste. En cuanto a la India, Studer ha mostrado la desintegración del mercado nacional de cereales hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando, bajo el mandato británico, comienza un proceso de integración todavía inconcluso a comienzos del XX.

         La principal causa de la desintegración entre China y Japón –los diferenciales de precios estructurales y coyunturales entre el delta del Yangtze y Osaka justificarían el arbitraje entre ambos mercados- no es geográfica o tecnológica, sino la escasa apertura exterior de las dos economías durante la Edad Moderna. Decisiones de política general y económica limitaron los intercambios exteriores hasta extremos incomparables con los del mercantilismo occidental. Ello implica que el Este se vio privado de los beneficios directos (efectos estáticos y dinámicos) e indirectos (institucionales) del comercio exterior, que tanto contribuyeron al crecimiento económico del Oeste. El rechazo al comercio exterior por parte de los gobiernos de la dinastía Qing en China y de los Tokugawa en Japón bien pudo ser uno de los mayores errores de política económica conocidos. El indicador consistente en el grado de integración del mercado internacional de cereales arroja luz sobre las causas de la Gran Divergencia, que, como señala The Economist, citando a Mokyr, están “sobredeterminadas”. Una de ellas sería esa forma de “excepcionalismo occidental” consistente en la temprana globalización del mercado de cereales.

Bibliografía

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[1] “What was the Great Divergence?”, The Economist, 2 de septiembre, http://www.economist.com/blogs/freeexchange/2013/08/economic-history-1; “When did globalization start?”, ibídem, 23 de septiembre, http://www.economist.com/blogs/freeexchange/2013/09/economic-history-1.