Democracia y bancos centrales: algunas reflexiones desde la historia económica

Juan Flores Zendejas

Universidad de Ginebra

Mucho se ha comentado últimamente sobre las contradicciones entre la independencia de los bancos centrales y los regímenes democráticos en los cuales operan. Quienes ven una contradicción entre ambos argumentan que los mandatos de los bancos centrales son por naturaleza decisiones difíciles. Si bien dichos mandatos varían de un país a otro, hoy en día estos incluyen principalmente la estabilidad de precios y la promoción de la actividad económica, siempre con la idea que la política monetaria corresponda con el interés del país (como se explicita en el caso del Banco Nacional Suizo). Pero, ¿cómo se determina cuáles son los intereses del país que deben prevalecer? Es evidente que las decisiones de estas instituciones tienen efectos asimétricos sobre los diferentes grupos de la economía y que van más allá de sus efectos sobre los precios y los tipos de interés.

Es un buen momento para preguntarse hasta qué punto un banco central deba mantenerse al margen del marco democrático de cada país (o de otras uniones monetarias, como en el caso de la Unión Europea). Más aún, también es un buen momento para recordar que los mismos mandatos de los bancos centrales fueron resultado de procesos democráticos. Por tanto, a medida que la sociedad evoluciona, es muy posible que sus preferencias cambien y que surjan reclamos para la modificación de esos mandatos iniciales. De hecho, hoy en día se escuchan voces favorables a que los bancos centrales incluyan en sus mandatos otros aspectos no monetarios, como el combate contra la desigualdad o la lucha contra el cambio climático.

Sanchez Cerro y Edwin W. Kemmerer

Fuente: Wikimedia Commons, the free media repository

Los debates en los tiempos del patrón-oro

¿Como fueron estos debates en el pasado? En primer lugar, es necesario recordar que, en un principio, la mayoría de los bancos centrales que se establecieron entre los siglos XVIII y XIX fueron entidades privadas. Sus funciones básicas eran diversas, incluyendo (y principalmente) la de brindar servicios bancarios al gobierno (como fuente de financiamiento), la de devenir los únicos emisores monetarios y la de garantizar la convertibilidad (en oro, plata, o ambos) de los billetes emitidos. Esto implicaba que los bancos centrales eran responsables de la estabilidad del valor externo de la moneda, con la que evitaran las presiones inflacionarias que habían sido problemáticas en el pasado, especialmente durante periodos con conflictos armados. La convertibilidad implicaba el mantenimiento de una cierta proporción fija de reservas de oro a la oferta monetaria. Más adelante (y existe cierto consenso en la literatura sobre el tema), la adhesión al patrón oro se consideraba positiva para el comercio internacional y la inversión.

Una de las principales preocupaciones era evitar un problema que ahora llamamos dominio fiscal, por lo que los gobiernos tenían que ser excluidos de las decisiones de política monetaria. La mayoría de los bancos centrales tenían un director (gobernador) y un vicedirector (subgobernador) designado por el gobierno. Por otro lado, los accionistas privados designaban a los miembros del consejo de dirección (junta directiva), y negociaban cada decisión considerando las regulaciones vigentes (como la ratio de cobertura), las utilidades, y los intereses públicos y privados. Los bancos centrales tenían, además, límites legales a los volúmenes de préstamo otorgados a las instituciones públicas, entre otras restricciones legales.

Las concesiones otorgadas por los gobiernos a estos bancos centrales debían renovarse cada cierto tiempo, lo que implicaba que, al actuar, los bancos frecuentemente debían considerar la amenaza de no renovación de su concesión, y la existencia de competidores potenciales, disminuyendo así su poder de negociación respecto al gobierno (esto es, su independencia estaba bastante limitada).[1] Aun así, y a primera vista, podemos considerar este período como una experiencia exitosa al menos desde una perspectiva puramente monetaria. En otras palabras, si observamos a los países bajo el patrón oro en 1914, justo antes de la Primera Guerra Mundial, estos constituyen una gran mayoría. Sin embargo, esta perspectiva pasa por alto el hecho de que entre 1870 y hasta 1896, el oro era un bien escaso y costoso, y la mayoría de los países se abstuvieron de adherirse a dicho régimen. Por otro lado, los países bajo el patrón oro también sufrieron una presión deflacionaria persistente, lo que desencadenó una serie de efectos, incluida una influencia contractiva en la economía y también una carga pesada sobre las finanzas públicas (ya que los gobiernos eran deudores relevantes en sus economías).

Es solo después de 1896 cuando se descubrieron grandes cantidades de oro en Sudáfrica, Klondike (América del Norte) y Australia en la década de 1890, lo que llevó a un aumento en la oferta general del metal y, por lo tanto, en la oferta monetaria. Este cambio generó más inflación en los países con patrón oro, pero también permitió a los gobiernos honrar sus deudas. En otras palabras, bajo el llamado patrón oro clásico, la inflación estaba determinada en gran medida por factores externos. Si observamos el movimiento del nivel general de precios en los países bajo el patrón oro, su correlación fue muy alta, en particular si miramos la experiencia europea (Flandreau et al., 2010).

Existe una controversia sobre las razones que permitieron la emergencia de un sistema monetario internacional estable que duró unos 20 años (e incluso más para ciertos países). Aquí hay dos líneas de pensamiento y, como para muchas otras preguntas, la verdad debe estar en algún punto intermedio.  Una línea de pensamiento afirma que la estabilidad de precios y de tipos de cambio solo fue posible debido al limitado sufragio electoral de la época, a la fuerza limitada del sindicalismo y a la escasez de partidos laborales parlamentarios que ayudaron a reducir los conflictos distributivos, lo que implicaba que las recesiones económicas no se contrarrestaron con políticas monetarias anticíclicas de los bancos centrales (aunque véase James y Bloomfield, 1965, para otra perspectiva).[2] Los factores externos que llevaron a la deflación fueron acompañados por un aumento del desempleo. Las deficiencias democráticas de estos países implicaron que grandes sectores de la economía sufrieron estas políticas procíclicas, al no poder alzar la voz e influir en las políticas monetarias de los bancos centrales.

Sin embargo, otra corriente de la literatura argumenta que, a medida que mejoraron los niveles de representación democrática, la inestabilidad monetaria no fue mayor. Por el contrario, observan que solo ciertos países abandonaron ocasionalmente el patrón oro, en particular cuando aumentó la deflación y la carga de la deuda del gobierno se volvió insostenible, independientemente de su nivel democrático. Un gobierno podría dejar de rembolsar su deuda, dejar el patrón oro o ambas cosas. En este sentido, esta evidencia sugiere que la estabilidad monetaria no se trataba realmente de democracia o no, sino de si era compatible con la capacidad fiscal de los estados. Por lo tanto, esto implicaba que lo más importante para el buen funcionamiento monetario de un país eran la independencia del banco central y el mantenimiento de equilibrios fiscales sanos.

Los cambios luego de la Primera Guerra Mundial

La Primera Guerra Mundial se financió en gran medida mediante emisión monetaria, lo que significó que los años posteriores requirieron una severa política deflacionaria por parte de los bancos centrales y austeridad fiscal de parte de los gobiernos. En su momento también hubo un conjunto de conferencias internacionales (en particular una en Bruselas en 1920 y otra en Génova en 1922) en las que se llegó a un consenso donde se suponía que los gobiernos afectados por la crisis económica imperante debían establecer bancos centrales (ahí donde faltaran) e introducir reformas que garantizaran la independencia de estas instituciones. La idea general era tener bancos centrales libres de interferencias políticas para lograr la estabilidad monetaria (Flores Zendejas y Decorzant, 2016).

Más allá de Europa, muchos países carecían de un banco central, y varios de ellos decidieron establecer uno durante esos años. Entender los orígenes de estas instituciones nos obliga, primero, a referirnos a una figura relevante, que fueron los «médicos del dinero». Los Money doctors fueron asesores extranjeros que visitaron países de todo el mundo y brindaron un conjunto de recomendaciones para modernizar sus economías. Dichas recomendaciones podrían incluir una reforma del sistema tributario, cambios en el manejo de la deuda, en el marco regulatorio bancario y, por supuesto, en el sistema monetario, para lo cual se recomendó el establecimiento de un banco central. Estos doctores del dinero estuvieron activos en muchos lugares, incluidos Polonia, Filipinas, China y, por supuesto, muchos países de América Latina: por nombrar, pero las visitas más importantes en la década de 1920 fueron Guatemala, Ecuador, Chile, Colombia y Bolivia (en la década de 1930 siguieron Perú, Argentina, Brasil).

América Latina fue (y sigue siendo) una región con una larga historia de inflación y debilidad monetaria. En ese momento, esta característica podría entenderse directamente por el hecho de que en la mayoría de estos países las élites exportadoras habían privilegiado la existencia de monedas locales que se depreciaban, ya que podían beneficiarse de tener un ingreso en moneda extranjera, mientras enfrentaban costos en moneda local. Sin embargo, en la década de 1920 hubo una demanda general por gran parte de la población para aumentar su poder adquisitivo y, también, una disposición de los gobiernos de América Latina para atraer capital extranjero. Esta alianza e interés común llevó a la estabilización de las monedas latinoamericanas y a la caída de las tasas de inflación. Dos de los más importantes de estos doctores del dinero fueron el profesor Edwin Kemmerer de la Universidad de Princeton y Otto Niemeyer del Banco de Inglaterra. El caso de Kemmerer es particularmente ilustrativo sobre cómo los gobiernos locales reaccionaron a sus recomendaciones.

Kemmerer también promovió la idea de que los bancos centrales debían estar libres de interferencias políticas.[3] Sin embargo, para Kemmerer los gobiernos debían ser accionistas de los nuevos bancos centrales, con un máximo del 50% de su capital pagado (básicamente porque el capital público debería intervenir en las regiones pobres en capital). Las juntas directivas estaban compuestas por 10-12 miembros, alrededor de dos eran designados por el gobierno y el resto debía ser designado por el sector bancario, por el sector comercial, por el sector agrícola, la industria y, en ciertos casos, por los sindicatos. La pregunta que surge es saber por qué era tan importante para Kemmerer y por qué era tan diferente de lo que tenemos hoy.

Una de las principales preocupaciones de Kemmerer (sobre la que discutimos menos estos días) era el hecho de que los bancos centrales debían ser independientes de los intereses de los bancos comerciales. Por lo tanto, las juntas de gobierno de los nuevos bancos centrales incluyeron, además de los representantes del gobierno y de los bancos, a representantes de otros sectores de la economía (agricultura, industria, comercio) y de grupos de interés (particularmente, sindicatos). Esto es, si bien los gobiernos pudieron haber sido cooptados por los intereses de algún sector en particular (lo que podríamos denominar una carencia democrática), este riesgo estuvo limitado en las juntas directivas de estas instituciones por medio de la implicación directa de todas las voces afectadas en las decisiones de política monetaria.

Desgraciadamente, la gran depresión dio al traste con este experimento. En un principio, los bancos centrales reaccionaron con una política monetaria contraccionista apoyada, principalmente, por los banqueros (extranjeros), pero proveyendo la liquidez necesaria para mitigar las crisis bancarias que surgieron. Posteriormente, los bancos centrales se vieron obligados a abandonar el patrón (cambio) oro, a aumentar los préstamos al gobierno, pero también a aumentar el crédito al sector real. Es en este momento cuando los bancos centrales implementaron políticas monetarias heterodoxas, incluyendo el financiamiento y apoyo a nuevos bancos públicos de desarrollo y a otros programas que pretendían beneficiar a la población (sistemas de pensiones, programas contra el desempleo, etc.). En otras palabras, los bancos centrales perdieron su independencia respecto a sus gobiernos, pero también se liberaron de la interferencia del sector financiero.

Ciertamente, estos cambios conllevaron un alza inflacionaria y una devaluación monetaria, pero también contribuyeron a la recuperación económica y a mitigar los efectos de la crisis. Pero esta experiencia nos muestra que la falta de democratización de los bancos centrales fue un problema latente hace cien años, y una manera de resolverlo fue la de dar voz política a los distintos grupos sociales, acotando el peso de las voces dominantes al interior de las mismas instituciones.

[1] Este párrafo y el siguiente tienen como base el artículo de Marc Flandreau, Jacques Le Cacheux y Frédéric Zumer (1998).

[2]. Ver, además, Eichengreen (1992, 1998).

[3] Los siguientes párrafos se basan en Flores Zendejas (2021).


Referencias

Eichengreen, Barry. 1992. Golden Fetters: The Gold Standard and the Great Depression, 1919-1939. NBER Series on Long-Term Factors in Economic Development. New York: Oxford University Press.

Eichengreen, Barry J. 1998. Globalizing Capital: A History of the International Monetary System. 4th printing, with An update. Princeton: Princeton University Press.

Flandreau, Marc, Juan Flores, Clemens Jobst, and David Khoudour-Casteras. 2010. “Business Cycles, 1870–1914.” In The Cambridge Economic History of Modern Europe: Volume 2: 1870 to the Present, edited by Kevin H. O’Rourke and Stephen Broadberry, 2:84–107. The Cambridge Economic History of Modern Europe. Cambridge: Cambridge University Press. https://doi.org/10.1017/CBO9780511794841.006.

Flores Zendejas, Juan. 2021. “Money Doctors and Latin American Central Banks at the Onset of the Great Depression.” Journal of Latin American Studies 53 (3): 429–63. Flores Zendejas, Juan H., and Yann Decorzant. 2016. “Going Multilateral? Financial Markets’ Access and the League of Nations Loans, 1923–8.” Economic History Review 69 (2): 653–678.

James, Emile, and A. J. Bloomfield. 1965. “Short-Term Capital Movements under the Pre-1914 Gold Standard.” Revue Économique 16 (4): 645-. https://doi.org/10.2307/3499359.

Marc Flandreau, Jacques Le Cacheux, and Frédéric Zumer. 1998. “Stability without a Pact? Lessons from the European Gold Standard, 1880-1914.” Economic Policy, Economic Policy, 13 (26): 115–62.


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