Henry Willebald (Universidad de la República, Uruguay), 26 de febrero de 2013.
La medición del desarrollo ha pasado desde indicadores sencillos y unidireccionales hacia otros cada vez más complejos y multidimensionales en los cuales, muchas veces, la discusión ha parecido centrarse más en cómo se mide el desarrollo que en su análisis e interpretación como proceso social.
El concepto de desarrollo, sus dimensiones y la forma de aproximarse a su medición han sido parte de la discusión en ciencias sociales durante décadas acaparando la atención de académicos y hacedores de política interesados en el progreso de las sociedades. El concepto ha pasado desde nociones de expansión de la producción y de la población hacia otras basadas en ideas de capacidades, necesidades y sostenibilidad. Sus dimensiones incorporan una amplia gama de aspectos que trascienden la generación de ingresos para incorporar el estado sanitario y educacional de las sociedades, sus niveles de equidad, así como las condiciones medioambientales y culturales. Su medición, gradualmente, ha pasado desde indicadores sencillos y unidireccionales hacia otros cada vez más complejos y multidimensionales en los cuales, muchas veces, la discusión ha parecido centrarse más en cómo se mide el desarrollo que en su análisis e interpretación como proceso social.
En la última década ha crecido el consenso en cuanto a que las diversas medidas del ingreso per cápita (de acuerdo al Producto Interno o Nacional, Bruto o Neto) constituyen indicadores imperfectos del nivel de desarrollo económico de una sociedad. Diversas críticas ligadas a la cobertura parcial de esa medición (por ejemplo, la producción de autosubsistencia queda excluida en la contabilidad habitual de cuentas nacionales), la deficiente incorporación de los diferenciales de calidad y la imposibilidad de recoger el impacto de la distribución en los niveles de bienestar representan algunos de sus flancos más débiles.
En la búsqueda de un concepto capaz de representar de forma más fehaciente el desarrollo han surgido nociones alternativas que, como el enfoque de Desarrollo Humano (PNUD 1990, y siguientes reportes; Haq 1995), constituyen conceptos multidimensionales que contemplan las capacidades, el nivel de ingreso (producto real per cápita) y las condiciones de salubridad y educación de una población para aproximarse a la calidad de vida y que, habitualmente, se operacionalizan a través del Índice de Desarrollo Humano (IDH). Éste, además, ha recibido atención desde el punto de vista histórico con importantes contribuciones y una especial atención al caso latinoamericano (por ejemplo, ver Astorga, Bergès & FitzGerald, 2005; Bértola et. al, 2010; Prados de la Escosura, 2010).
En esta misma línea de reflexión crítica sobre los conceptos de desarrollo, desde los 1970s, aunque decididamente desde el informe Brundtland de 1987,[1] se ha conformado una corriente de pensamiento y de acción fundada en la idea de desarrollo sustentable, basada en que el desarrollo y el medio ambiente deben pensarse en forma integrada. Estos principios reflejan la corriente del ambientalismo moderado o sustentabilidad débil (Neumayer, 2010) que fue la adoptada por los organismos internacionales y que conforman, desde el punto de vista teórico, la economía ambiental (Pierri, 2005). Dentro de esta concepción, el desarrollo sostenible es entendido como aquel “que satisface las necesidades actuales de las personas sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las suyas». En términos de propuestas de política esta noción deriva en acciones en las cuales el crecimiento económico se articula con políticas ambientales capaces de conservar el capital natural.[2]
El desarrollo es entonces concebido como «un proceso de construcción y administración de un portafolio de activos. El desafío del desarrollo es administrar no sólo el volumen total de activos –cuánto ahorrar versus cuánto consumir– sino también la composición del portafolio de activos, esto es, cuánto invertir en diferentes tipos de capital, incluidas las instituciones y la gobernanza que constituyen el capital social» (World Bank, 2011:4, traducción propia). La regla de Hartwick (Hartwick, 1977; Solow, 1986) ofrece una guía simple («rule of thumb») para operacionalizar la sostenibilidad del desarrollo en economías que dependen de recursos naturales no renovables (aunque puede extenderse a otro tipo de recursos). Ella establece que el consumo puede ser mantenido si las rentas derivadas de esos recursos son continuamente invertidas por encima de las destinadas al consumo (World Bank, 2006). ¿En qué medida los actores –hogares, empresas, gobierno– logran, a través del ahorro y la inversión, aumentar la riqueza futura? ¿En qué medida las reformas institucionales, el progreso tecnológico y la inversión en educación y salud permiten acelerar el progreso económico? Estas preguntas toman especial relevancia en países en vías de desarrollo, varios de los cuales parecen estar «consumiendo» su riqueza y donde el aumento potencial de capital humano se encuentra restringido por la calidad de instituciones y gobernanza. Desde el punto de vista del diseño de políticas, éste constituye un aspecto determinante para atender la dimensión económica, medioambiental y social del desarrollo y, de hecho, su sostenibilidad (Stiglitz et al., 2009).
Centrar esta conceptualización en la “sostenibilidad del desarrollo” conduce a focalizar los análisis en la contabilización de la riqueza, entendida como el conjunto de activos de carácter producido, natural e intangible con los que cuenta una economía y de los que harán uso las generaciones venideras. Una economía podría estar experimentando el incremento de su PIB y, simultáneamente, el agotamiento de los stocks de recursos forestales y minerales, o el uso destructivo del suelo, con lo cual se estaría en presencia de un crecimiento no sostenible.
Estas ideas son las que ambientaron mis dos anteriores entradas al Blog bajo el título “Entre maldiciones y bendiciones: la abundancia de los recursos naturales” y “Endogeneidad de los recursos naturales, rentas y capital natural”. Se trata de ideas que atienden, además, inquietudes de carácter empírico, como son la posibilidad de contabilización de la riqueza en el largo plazo y sus vinculaciones con las mediciones del bienestar. En efecto, si se asume el concepto “débil” de sostenibilidad, una forma de testear –desde un punto de vista macroeconómico– la sustentabilidad del desarrollo es examinar si la riqueza (o el capital total) de una economía aumenta, disminuye o se mantiene estable durante un período determinado. El concepto de “ahorro genuino” (lanzado por Pearce & Atkinson, 1993) se presenta como la medida adecuada y consistente teóricamente con los cambios en el stock total del capital (Hamilton & Clemens, 1999; Pezzey, 2004).
¿Cómo se mide el “ahorro genuino”? En el Sistema de Cuentas Nacionales, el cambio en la riqueza de una economía se aproxima haciendo foco, únicamente, en los activos producidos. La provisión para el futuro de un país se mide mediante el ahorro neto nacional, el que mide el monto de output producido no consumido descontadas las reservas para depreciación del capital físico. El paso siguiente para medir la sostenibilidad es ajustar el ahorro neto por la acumulación de otros activos –capital humano, el medio ambiente, y el capital natural– que, igualmente, dan soporte al desarrollo.
Partiendo del concepto estándar de ahorro bruto, la deducción del consumo de capital fijo (que responde al reemplazo de capital desgastado u obsoleto) ofrece la medición de ahorro neto. En este concepto, sólo aquella porción del gasto total en educación que representa capital físico (como la construcción de escuelas, por ejemplo) es incluido como parte del ahorro; el resto es tratado como consumo. Este resultado es insatisfactorio desde una concepción amplia de la riqueza y, por ende, los gastos corrientes en educación (como los salarios de los maestros y otros gastos) deben ser adicionados al ahorro neto.
El siguiente paso es descontar el agotamiento de los recursos naturales, el que se mide como el total de rentas por la extracción de recursos y cosechas (estimadas como la diferencia entre el valor bruto y el costo de producción a precios mundiales).[3] Luego, se considera el deterioro de la producción por la polución del aire y por el dióxido de carbono y, finalmente, el valor de los daños de salud ligados con aspectos particulares de la polución (básicamente relacionados con enfermedades respiratorias).
La intuición del concepto es que aquellas economías con valores positivos de ahorro genuino cumplirían con el requerimiento de la sostenibilidad débil pues su stock de capital total no estaría cayendo. Por el contrario, economías con ahorro genuino negativo experimentarían un desarrollo no sostenible. ¿Qué dice la evidencia al respecto? En el Gráfico 1 se ilustra la relación entre tasas de ahorro genuino (como porcentaje del PIB) y tasas de crecimiento en 2003. La mayoría de los países de la muestra se ubica en el cuadrante superior derecho dando cuenta de que están creciendo sin comprometer la riqueza de las generaciones futuras.
Gráfico 1
TASAS DE AHORRO GENUINO Y CRECIMIENTO ECONÓMICO (2003)
Porcentaje sobre el PIB y tasas anuales de crecimiento
Sin embargo, evaluar consideraciones de desarrollo a través de un cross-section de países para un solo año ofrece una mirada muy parcial al problema. ¿Existe evidencia de largo plazo? La disponibilidad más amplia de información refiere a un panel amplio de países (cerca de 150, aunque irregular por años) que cubre el período 1970-2008 proveniente del Banco Mundial y que han sido analizados en World Bank (2006) y Ferreira et al. (2008). En el Gráfico 2 se presenta esta información agrupando países de acuerdo a su condición de ingreso (low-, middle- y high-income). En los 1970s y 1980s, el diferencial de ahorro genuino a favor de los países ricos era muy considerable dando cuenta de un futuro de riqueza promisorio y, de hecho, el mantenimiento de la brecha de desarrollo. Sin embargo, hacia finales del siglo XX las tasas de ahorro genuino tendieron a converger abriendo nuevamente la interrogante de lo que cabe esperar para las décadas futuras en materia de riqueza relativa. La evidencia aún es escasa para realizar afirmaciones contundentes –además de tratarse de agregados muy heterogéneos– pero, inicialmente, podría esperarse que los diferenciales de riqueza se redujeran en el futuro e, incluso, que ocurrieran cambios en la composición por países de los agregados de ingresos.
Gráfico 2
TASAS DE AHORRO GENUINO POR GRUPO DE INGRESO
Porcentaje sobre el PIB
Evidentemente que contar con información para “sólo” 40 años resulta, para todos aquellos interesados en el (verdadero) largo plazo, insuficiente. Además, las posibilidades de testear sostenibilidad en un plazo tan corto como éste es prácticamente imposible. De todos modos, la teoría que respalda el concepto nada dice respecto al período dentro del cual el “ahorro genuino” es procedente como indicador de sostenibilidad. En otros términos, ¿cuál es el futuro que es capaz de predecir el indicador en cuanto a la capacidad de sostener el desarrollo de la economía? La historia económica tiene mucho que contribuir en este punto en lo que constituye un verdadero programa de investigación. Hasta donde llega mi conocimiento, sólo hay esfuerzos de estimación para el Reino Unido (McLaughlin et al., 2012) y Suecia (Lindmark& Acar, 2013) por lo que mucho trabajo queda por hacer.
Al menos dos dimensiones del análisis son de particular relevancia. Por un lado, el contraste entre las estimaciones de ahorro genuino y otros indicadores de bienestar, tanto las mediciones de carácter simple –salarios reales, tasas de mortalidad o antropométricos– como los combinados o más complejos –ingreso per cápita o índices de desarrollo humano– en sus varias definiciones. Por otro lado, la comparación entre economías que permita dar cuenta de hechos estilizados y trayectorias características que definan patrones de desenvolvimiento específicos. Ambos tipos de consideraciones implicarían dar una mirada renovada a los problemas del desarrollo y es evidente que, desde la historia económica, podrían realizarse contribuciones novedosas y valiosas.
ASTORGA, Pablo, BERGÉS Ame and FITZGERALD Valpy (2005): “The Standard of Living in Latin America during the Twentieth Century”. The Economic History Review 58(4), pp. 765-96.
BÉRTOLA, Luis, CAMOU, María, MAUBRIGADES, Silvana, MELGAR, Natalia (2010): “Human Development and Inequality in the Twentieth Century: The Mercosur Countries in a Comparative Perspective”. Salvatore, R. Coatsworth, J. and Challú, A. (Eds): Living Standards in Latin American History: Height, Welfare and Development, 1750-2000. David Rockefeller Center for Latin American Studies, Harvard University, Cambridge, pp. 197- 232
FERREIRA, Susana, HAMILTON, Kirk and VINCENT, Jeffrey (2008): “Comprehensive wealth and future consumption: accounting for population growth”. The World Bank Economic Review, 22, pp. 233-248.
HAMILTON, Kirk, and CLEMENS, Michael (1999): “Genuine Savings Rates in Developing Countries”. World Bank Economic Review 13, 2, pp. 33-56.
HAQ, Mahbub (1995): Reflections on Human Development. Oxford University Press.
HARTWICK, John, M. (1977): “Intergenerational Equity and the Investing of Rents from Exhaustible Resources”. American Economic Review, 66, pp. 972-74.
LINDMARK, Magnus and ACARA, Sevil (2013): “Sustainability in the making? A historical estimate of Swedish sustainable and unsustainable development 1850–2000”. Ecological Economics, Volume 86, pp. 176-187, February.
NEUMAYER, Eric (2010): Weak Versus Strong Sustainability: exploring the limits of two paradigms. Cheltenham: Edward Elgar.
MCLAUGHLIN, Eoin, GREASLEY, David, HANLEY, Nick, OXLEY, Les, and WARDE Paul (2012): “Testing for long-run ‘sustainability’: Genuine Savings estimates for Britain, 1760-2000”. Stirling Economics Discussion Paper 2012-05, April.
PEARCE, David and ATKINSON, Giles (1993): Capital theory and the measurement of sustainable development: an indicator of weak sustainability. Ecological Economics 8, pp. 103-108.
PEZZEY, John (2004): “One-sided sustainability tests with amenities, and changes in technology, trade and population”. Journal of Environmental Economics and Management, 48, pp. 613-631.
PIERRI, Naína (2005) “Historia del concepto de desarrollo sustentable”. En Foladori, G. y Pierri N. (eds): ¿Sustentabilidad? Desacuerdos sobre el desarrollo sustentable, UAZ/Porrúa, México.
PNUD (1990): Desarrollo Humano. Informe 1990, Tercer Mundo Editores, Bogotá, Colombia.
PRADOS DE LA ESCOSURA Leandro (2010): “Improving Human Development: A Long-Run View”. Journal of Economic Surveys, Wiley Blackwell, vol. 24(5), pp. 841-894, December.
SOLOW, Robert (1986): “On the Intergenerational Allocation of Natural Resources”. Scandinavian Journal of Economics, 88 (1), pp. 141-49.
STIGLITZ, Joseph, SEN, Amartya and FITOUSSI, Jean-Paul (2009): “Report by the Commission on the Measurement of Economic Performance and Social Progress”. Commission on the Measurement of Economic Performance and Social Progress, Paris.
[1] El informe Brundtland surgió del trabajo de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo creada en 1983 en el marco de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
[2] Otras corrientes ambientalistas han expresado concepciones diferentes sobre el desarrollo sostenible que derivan en propuestas de acción diferentes. La corriente ecologista conservacionista o de sustentabilidad fuerte pone su énfasis en la baja sustituibilidad entre capital natural y producido y, en algún sentido, es una posición “más verde” que la alternativa. Por otro lado, la corriente humanista crítica, que se centra en la sustentabilidad social, propone acciones orientadas a que el uso económico de los recursos naturales se subordine a los fines sociales (Pierri, 2005).
[3] Minerales y recursos forestales guardan algunas peculiaridades de cómputo que no son relevantes mencionar aquí.